El Palacio Del Infierno.

.

Contra mí misma luchaba para respetar los documentos que la gaveta me ofrecía, pero se me estaba haciendo  completamente difícil ya que divisé  rápidamente el nombre de Trinidad en una esquina de un folder color crema jaspeado con letras borrosas, por el deterioro me pude dar cuenta que ya tenía varios años escondido en la gaveta, el papel grueso estaba  desgastado y roto por las esquinas.
La historia clínica me ofrecía su nombre completo.
  »Rosalía Trinidad Monroy«,  decía. Las manos comenzaron a sudar y temblaban con fervor y repetitivamente me resonaba la cabeza llena de curiosidad y escepticismo, dejé de luchar contra mi y maldije por dentro porque no pude contenerme, saqué la documentación, tome una bocanada de aire y lo abrí odiándome por dentro porque estaba siendo invasiva a algo que probadamente Trinidad no quería que supiera, ya que de lo contrario me lo hubiera dicho desde el primer instante en el que le pregunté. Aunque aquella mujer ya me lo había dicho quería leerlo con mis propios ojos.
»Hasta no ver, no creer« Decía mi madre en un  recuerdo  que apareció con espontaneidad.
La historia clínica me ofrecía  su lugar y fecha de nacimiento. Sin parpadear seguía leyendo mientras que lesbianismo apareció ante mis ojos los abrí con sorpresa pero no fue más sorprendente lo que a continuación presumía doble intento de suicidio y anorexia. La mujer había nacido el 17 de abril de 1921 contaba con 36 años y nació en el barrio de Tepito en la ciudad de México, catalogada como no peligrosa y pensionada. Prostituta desde los 17 años.
Sin familia a manos del hospital y diagnosticada por nada más y nada menos que la basura de  Tomás Palacios había sido paciente desde el 18 de septiembre de 1947. Toda una vida.
— ¡Diez años! — Exclamé. 10 años en ese burdo y perturbador lugar, y yo con unos cuantos meses me estaba volviendo realmente loca, loca de miedo e impotencia.

Mi aliento se agitó, pero no por lo que leía,  sino por la adrenalina de ser descubierta. El frío de la madrugada me había calado  los huesos tan rápidamente que me hizo estremecer Seguía con las manos temblorosas y un sentimiento horrido me hizo sentir lástima por ella. Era sometida cada tres días a terapia de conversión y aversión, era ignorante en ese tipo de cosas sinceramente nunca había escuchado una terapia de conversión, pero no podía hacer nada bueno. Seguramente sería algo en lo que ella constantemente sufría. Rengo seguía vigilando la puerta otorgando mi espacio y comodidad sin embargo después de minutos, comenzaba a apresurarme ya que había  estado siendo muy tardado, mucho más que otras veces. Suspiré de lástima al recordar el rostro de Trinidad y decidida tomé la documentación de ella y del viejo escondiéndolas bajo mi bata arcaica y sucia. Miré a Rengo y asentí con la cabeza, pronto salimos de ahí directo a mi habitación donde como siempre me encerró y rápidamente escondí los documentos debajo de mi catre donde ya había demasiados escritos otra vez, me deje caer en el catre para por fin acostarme, conciliar un poco el sueño y esperar al día siguiente.

Después de un nauseabundo desayuno, buscaba con la mirada al viejo sentando en su banca  de costumbre, pero no estaba. Apreté los puños y fruncí el entrecejo con el rostro tornado de color rojo exclamando mi furia y al mismo tiempo, mi preocupación, hasta ese momento me había dado cuenta que había sido demasiado impulsiva con ese hombre y el único pagano que sufrirá las consecuencias sería Don Gilberto. Con los dedos me tomé  las sienes que con vigor palpitaba contra los pulpejos del mismo. Entrelace las manos y Soledad le daba la bienvenida a las monjas junto con el sacerdote que masticaba un dulce entre los dientes con  vulgaridad, con hisopo y acetre en mano, regando el agua por todos lados. Suspire y fui hasta esconderme en el árbol. Rengo había desaparecido.
Anteriormente me había prometido avisarme si Roberto Quispe se hacía presente, pero su rastro se había convertido en  desconocido, yo, sin tener mucho acceso suspire de fastidio y me senté en la banca, donde comenzaba a ejercer  el hábito recientemente acostumbrado de acariciar la palma del pie con la hierba seca del césped. Después de recibir las religiosas visitas, Soledad caminaba hacia mi dirección con su robusto cuerpo moviéndose  hacia los lados, su frente tan alta como su maldad y sus labios tan grandes y gruesos  de igual proporción a su manipulación y labia. Portaba en la mano izquierda una bolsa hecha de papel de estraza de color marrón y sonreía con embuste mientras yo estaba preparándome para fingir de nuevo. Llegó y sin aviso me sentó de mi lado.
— ¿Qué tal, Victoria? — Exclamó con una alegría atípica, irritante y repugnante. Sonreí de medio lado y evitaba a toda costa mirarla.
— Hola.
— ¿Cómo van esos recuerdos? — Preguntaba a menudo sabiendo que esas palabras eran totalmente corrosivas para mi. Me encogí de hombros y negué con la cabeza — Nada aún.
— Oh, lamento mucho oír eso — Hizo un puchero apócrifo, sentí su burla pegándome fuerte en el orgullo. Entrecerré los ojos al mirarla y gire la cabeza al frente.
—Bueno, te traje esto.
Por más que trataba de fingir ser benevolente y abnegada, no podía creerle, pero tratándose de cualquier persona que desconociera su asquerosa personalidad, podía caer fácilmente en la manipulación de esa garra de mujer.
Me puso enfrente la bolsa de papel y me la entrego entre las manos llenas de nervio.
La mire  desconfiada pero curiosa. La abrí por fin y saque unos zapatos de piso fabricados de una tela blanda, delgada y de corriente calidad.  La mire con los zapatos entre las manos.
— Te dije que si te portabas bien, te daría unos zapatos y ya ves, yo siempre cumplo lo que prometo — Presumió 
— Si, lo sé — Afirme — Gracias.
— Pero agradece bien, ven. No muerdo — Y me estrecho entre sus nada escuálidos brazos que me aprisionaba sin permitirme respirar con regularidad. Con brusquedad, aquel abrazo fue para reafirmar que me tenía en sus manos. Me soltó y sentí vitalidad y alivio de nuevo en mi sistema respiratorio. Me dedico una sonrisa claramente falsa una vez más y salió corriendo.
Me puse los zapatos, pero no. No era un gesto de apruebo, convencimiento o hipocresía. Era la guerra, y toda guerra, ahí era ganada con traición.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.