El Palacio Del Infierno.

.

La verdad era que no me importaba otra cosa más que el trauma que traía atascado  y me enredaba el pensamiento. 
No me importaba el regalo que Rengo tenía para mi, ni que me había topado con un verdadero e iracundo homicida, solo quería que la imagen de un cuerpo hecho pedazos se fuera de mis pensamientos, su recuerdo era como un golpe que tenía bien presente en mi pecho. 
Recostada en la cama mirando al techo pero sin mirarlo realmente, mi cabeza revivia ese momento tan difícil una y otra vez, era tan potente y profundo que el sabor del vomito me volvía al paladar, evocando el charco de sangre volvía a palidecer y hacerme soltar arcadas nauseabundas. 
»Ya no lo soporto « pensé tomándome las sienes, definitivamente me había debilitado y necesitaba forzosamente drogas para poder dormir. La puerta se abrió, yo salte de un espontáneo susto y Rengo me miraba con una sonrisa pacifica que me tranquilizaba por unos momentos. 
— E..Es hora — musitó y salió del cuarto, yo lo seguí, atravesamos el pasillo y nos detuvimos en la rectoría — ¿A dónde vamos? — pregunte. El hombre señaló la puerta de la rectoría que estaba abierta y entramos. Cerró por dentro y se acercó al escritorio ajado y sucio que pertenecía a Tomás Palacios, tomó la bocina  del teléfono que estaba descolgada  a su derecha y me lo ofreció. Lo tome aún sin comprender nada, y lo mire preguntándome qué diablos hacia ahora. Me contestó con un ademan, indicándome con este que debía ponerlo en mi oido. Lo hice, pero no podía escuchar nada más que silencio. 
— ¿Bueno? — me decidí a tomar la iniciativa y hablar yo primero. 
— ¿Habla la informante? — dijo con burla. Fruncí el ceño, no estaba  poniendo total atención y suspiré. 
— ¿Quien habla? 
La respuesta de una voz sublime me hizo estremecer tanto que mis lágrimas salieron disparadas, pero está vez se trataba de unas lágrimas tan ajenas a la anteriores que se sentían tan hermoso poder volver a saber que aún podía ser capaz de sentir algo así. 
— Que bonitos ojos tienes, debajo de esas dos cejas, que bonitos ojos tienes... 
— ¡Don Gilberto! — exclamé casi gritando. Con un hilo de voz, mi rostro se iluminó completamente, pude sentirlo. 
— ¡Malagueña! — río con la voz rompiendo en júbilo — ¿Como estas? 
— No mejor que usted, se lo aseguro. 
Su risa era tan preciosas que me llenaba de una esporádica tranquilidad, ya no había dolor en la melodía de su voz, su sonrisa transmigraba perforando la bocina, se escucho un suspiro de alivio y continuó — Estoy muy bien, aunque lo dudes. 
Estaba en lo correcto, ¿Quien no dudaría de una persona como su hijo? 
— ¿Cómo le va? ¿Lo tratan bien? — Trate de mantenerme tranquila para que mi voz no se rompiera en taciturno llanto. 
— Me tratan muy bien, deveras — Trato de convencerme, pero no era necesario sabía que era así — Hasta he engordado un poco — recalcó. 
— Me da mucho gusto, en serio. Estoy feliz por usted. 
— Mi hija se mantiene al tanto de mi, me tiene como un chiquillo. 
Ambos reímos. 
— Aún no estoy tan convencida. 
— Puedes estar tranquila. María está conmigo y ella es la que también me cuida cuando mis hijos no están, pero tampoco me tienen abandonado. Estoy muy bien — Di una bocanada de aire al escucharlo y un sentimiento de preocupación me alteró espontáneamente, pero se fue al escuchar su voz completamente cambiada. 
— Quiero verte. Tengo un relato para ti — apreté los labios. 
— Creo que no va a ser posible por ahora. 
— Tienes que salir de ahí. 
— En eso estoy — rasque mi cabeza — pero cuando salga, lo primero que haré será ir a verlo, se lo prometo. 
— ¡Magnífico! — exclamó ameno. Sonreí con mi oído pegado al teléfono — Solo no tardes demasiado, los viejos ya no tenemos el lujo de esperar tanto. 
— No se preocupe, don Gilberto. Se lo prometo— enfatice. 
— Ten mucho cuidado, me voy, no quiero meterte en problemas. 
— Usted nunca será un problema. 
— Nos vemos pronto. 
— Hasta luego — y colgué el teléfono antes que pudiera llorar a sus oídos. Inhale aire antes de sacarlo, lo mantuve en mi interior y lo saqué en el momento que el nudo en la garganta desapareció. Gire y Rengo observaba afuera parado en el umbral. Giró a mirarme y sonrío. 
— Te vas a ir a cielo con todo zapatos, ¿Sabías? — sonreí. 
Su silencio me respondió, aún sonriente negó con la cabeza con euforia — Na...nada de eso, eso...ha-hacen los am-amigos. 
Tomé su hombre y bese su mejilla en forma de agradecimiento, Rengo sonrío con inocencia y me llevo de nuevo a mi cárcel.

Aquel hombre era un verdadero ángel, el era la luz entre toda la bazofia y lúgubre porquería que me ahogaba. El era la mano que me ayudaba a salir del hoyo cuando estaba hundida, mi cómplice y mis más sincero confidente. Un ángel desterrado, enviado para mi, y enterrado en el peor de los sitios. La gente buena aún existe. Pero lo que abundaba era la gente mala, y había logrado que Soledad Saavedra y Tomás Palacios siguieran creyendo que aún no estaba lúcida y no me otorgaban su completa atención, era difícil no llenarme de impotencia y tristeza a mirar a mi alrededor.

Había un equipo de hombres que jugaban fútbol por las tardes, y sin mucha regularidad nos transmitían películas de Pedro Infante en un audiovisual improvisado para poder entretenernos y que no provocáramos ningún disturbio, pero era imposible, ya que si nuestro pabellón estaba tranquilo, otro se encargaría de hacer sacar de quicio al personal.

En el pabellón de los niños, los lloriqueos y gemidos eran más frecuentes, al igual que las tundas despiadadas a los que eran sometidos. Siempre me pregunte el como sería el sufrimiento de una inocente creatura, la magnitud de su confusión al expresarse con llantos horribles dispersos; todo el tiempo preguntándose ¿Por qué me pegan? ¿Por qué me duele?  ¿por qué estoy aquí? 
Por las mañanas sacaban los colchones empapados de orina a secar bajo el rayo sol y el olor penetrante viajaba de su pabellón al de nosotros. El aroma era  tan intenso  y  repugnante que provocaba tos y ardor en ojos y garganta, la orina y humedad se combinaban y era una sensación desesperante, que era preferible dejar de respirar. 
El sonido de sus sollozos por las noches no llegaban a ser audibles hasta donde yo estaba, pues la puerta de metal era impenetrable y solo se podía divisar como susurros, pero no dejaban de ser un calvario para mis oídos. 
Estar en una celda de castigo era Probablemente lo mejor que me había pasado, pues así los negativos de la cámara y los escritos estaban en completo resguardo. En ese momento no tenia nada de eso, pues Rengo se los había llevado para entregarlos al policía y rápidamente se me vino al cerebro lo que en retrospectiva me había escupido Trinidad; no lo conocía, sin embargo el sabía hasta la dirección de mi departamento. 
Resople mientras mi estómago vacío se llenaba de vergüenza y escepticismo sobre el. Yo solo tenía entendido que era un policía, por su apariencia bastante joven, bien parecido y que tenía un Cadillac negro del año. Bufe con fastidio al sugestionarme una vez más, cuestionándome sobre si de verdad el era una buena persona en quien confiarme, pero de cualquier modo ya era demasiado tarde para pensar en eso y retroceder. »Que sea lo que Dios quiera« pensé mientras me mordía las uñas lastimando mi cutícula. Caminando de un lado hacia otro, mientras las mujeres jugaban béisbol en una esquina, los hombre fútbol en otra y el sobrante caminaba sin rumbo fijo. Mudo aprecio a mis ojos, me comunico un ademán que significaba que tenía que acompañarlo. Ya en el área común, Soledad me esperaba con una bolsa de papel de estraza entre los dedos de la mano derecha y desdeñoso gesto en su horrible rostro. Un aroma en particular me había golpeado las narices tan fuerte que mi paladar y mi lengua se estremecieron y mi boca comenzó a salivar de más. Cubrí mi boca y nariz con la palma de la mano, pero era casi imposible, el olor perforaba la barrera de mi mano. 
Mi olfato se había vuelto más hábil e intenso, podía jurar que ese olor provenía de la bolsa que portaba en la mano. 
— ¡Victoria, gusto en verte! — exclamó Soledad con hipócrita sonrisa — ¿Cuantos días que no nos vemos? 
Negué con la cabeza, torciendo los labios después de descubrirlos en respuesta negativa a su pregunta. Trataba de limitarme a mirar la bolsa, pero me era imposible. Apreté los dientes y la mire a los ojos directamente. 
— Te tengo un regalo. 
— ¿De usted? — Pregunté curiosa mientras levantaba una ceja. 
— Por supuesto que no — quito la sonrisa rápidamente. 
— De tu marido. 
— Ah — sonreí por dentro. 
— Son piezas de pollo — Levantó la bolsa y la estiró con dirección mía. Cuánto mi mano rozo la bolsa, la arrebato de mis dedos escuálidos y dijo — Es mejor que te las comas en tu celda, si las sacas aquí, es probable que se te echen encima. 
— Es... esta bien — dije con la quijada trabada por el hambre, pronto faltaría para se me escurriera un hilo de baba por las comisuras de mis labios. Caminó delante mío y el camino hacia mi cuarto había sido tortuosos. Entro primero ella y yo detrás, estiró la mano y yo la tomé con arrebato y estrepitoso apetito, al abrir las bolsa, un vigoroso olor me invadió las papilas gustativas y mi saliva era demasiada que creí ahogarme con ella. Seis majestuosas piezas de pollo frito me esperaba en la bolsa ya húmeda de grasa caliente que despedía el pollo. Sin ningún cuidado o modales, tomé una pierna y comencé a devorarla con prisa, parecía un perro callejero hambriento que por fin un alma caritativa lo había alimentado. 
Era verdaderamente la gloria, hermosa y perfecta comida, los huesos quedaban limpios, sin ningún fragmento de carne pegado a el. Soledad me miraba con hastío y una mueca en el rostro. 
— Si que tenías hambre. 
No podía responder por la boca llena, cada bocado sabía mejor que el otro, dejaba descansar la comida masticada en la boca para tomarme el tiempo de saborearla aún más. Asentí con la cabeza mientras tragaba el último bocado y yendo por mi tercera pieza. 
Soledad resopló y dijo — Se le está haciendo costumbre a ese hombre venir, ¿No? 
Negué. 
— ¿En qué trabaja? — pregunto. Trague el bocado y respondí — No lo sé. No lo recuerdo. 
»Toma eso, pendeja « pensé. Estaba usando su propia maldad en su contra. Bufó fastidiada. 
— Entiendo. Pero no me gusta. 
— ¿Qué cosa? — pregunté con las cejas rizadas mientras lamía mis dedos extasiada. 
— Que venga tan seguido. Hay reglas aquí, Victoria. 
— Recibió su buena tajada por permitir darme comida, ¿No? 
Achicó los ojos y me miró con la boca amorfa, su silencio me respondió afirmativamente. Levantó una ceja, sonrío molesta y se acercó a mí — Esto no es un hotel de paso, escuincla — Sentenció. 
Choque los dientes entre sí — Creo que está malinterprendo las cosas. No viene a verme para eso — contesté con la boca llena de carne a medio masticar. 
Río con sorna — Si, claro. 
Volví la cabeza a atascar mi boca con una pieza de pollo más, ella me miraba tranquila pero pensante con las cejas levantadas, di un respiro y continúe con la boca llena — Oiga, Soledad. 
— ¿Mmmm? — respondió sin importancia, mirándose las uñas. 
— ¿Por qué este lugar no es como los otros? — dejo me mirarse las uñas y me interceptó — ¿A que te refieres? 
— ¿Por qué no estamos separados las mujeres de los hombres? Yo creo que tendría un mejor control sobre manicomio. 
Ella resoplo con orgullo y acribillándome con al mirada se acercó — ¿Ahora vas a decirme cómo tengo que hacer mi trabajo, niña? 
Trague el bocado sin ningún tipo de miedo, que obviamente trataba de sembrarme. 
— No — Sonreí. 
— ¿Tu crees que tengo tiempo para andar separando a cada uno de estos locos? Tengo una vida allá afuera.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.