El Palacio Del Infierno.

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El recuerdo de los golpes que había recibido retumbaba fuerte en mi pensamiento causándome un gran aturdimiento en mi desmayo y haciéndome despertar de  sobresalto, mi labio me anunciaba con dolor punzante y ardiente que estaba roto, y la  sangre sabor a hierro oxidado me inundaba cada parte de mi lengua. Había perdido la noción del tiempo, ni un rayo de sol o luz se colaba por ningún sitio de ese lóbrego y ajado cuarto. Con hastío y dolor en mis muñecas trate de zafarme causándome el fracaso total y el recorrer la sangre de mis muñecas hasta llegar a mi cuello. Mi estómago rugía con un sentimiento vigoroso y hambriento pidiéndome a gritos algo de comer.
Estaba en un hospital el cual se hablaban maravillas por fuera, pero por dentro era otra cosa, había recibido ese aquel tortuoso castigo por haber escupido la comida frente a ella. Frente a Soledad.
No había pasado ni una semana y ya estaba siendo torturada, enseguida  me preguntaba que pasaría conmigo después de estar algún tiempo ahí,  ¿Sería algo peor a eso? Quería saberlo entonces e iba a averiguar todo.
Apenas había conocido a la mujer y ya sentía un profundo sentimiento de odio y rencor. Rápidamente pensé que ella seria un gran hastío en mi camino mientras estuviese internada en ese profano y lúgubre lugar, apreté el estómago y suspire con fuerza, este provoco un tipo de eco en el lugar. Entonces me había mentalizado de darme a la tarea de quebrarla a ella primero y para eso tenía que tener la compañía y confianza de alguien. Tenía suficiente tiempo, y necesitaba estar ahí aún más tiempo, revisar todo de pies a cabeza pero de antemano sabía a la perfección que no podía hacerlo sola. Todo iría paulatinamente doloroso, al pensar que el camino no iba a hacer para nada fácil. Mi garganta estaba lo demasiado seca para gritar, mis músculos estaban tensos y dolían con cualquier mínimo movimiento, la puerta se abrió con brío y la centellante luz se impacto en mis ojos somnolientos haciéndome  apretarlos de fastidio y dolor. La luz era tan penetrante que sentí que no la había apreciado en días. El hombre que ahora lo conocía como Germán entró de lleno y tomo mi mentón con su gigantesca y brusca mano obligándome a subir la mirada, presionaba con fuerza y asintió con la cabeza, me soltó con agresividad y Soledad entró detrás de el.
Espetó una sonrisa macabra al mirarme de aquella manera; como si se tratase de un juego y ella había ganado por completo. Trate de mantener la cara en alto pero era casi imposible, entonces la  mire aún más desafiante porque quería saber hasta que punto de maldad  esas personas podía llegar.
Se acercó más a mi con paso firme, los pasos hacían  eco en el lugar, el color tenue del mecate se había tornado de lo rojo de mi sangre descendiente de mis muñecas.
— ¿Sabes cuantos días llevas aquí, loquita?  — Pregunto con insólita mofa. Mi garganta era un saco de nudos tremendo que no me condescendía  soltar ni una sola palabra con firmeza. Negué lentamente con la cabeza y dejo caer los brazos en los muslos. Hizo una mueca de falso lamentó y dijo — Dos días — Sonrió haciendo un ademán con los dedos.
Trague saliva y carraspee la garganta.
— Ya déjame salir — Espete con voz entrecortada.
Ella suspiro — Germán — Este salió a mi vista  detrás de ella.
—¿Qué dices?  ¿La soltamos o la dejamos un pequeño rato más?
Germán me miro con inspección y suspiro encogiéndose de hombros son decir ni una sola palabra — Quiero dejarla ahí hasta que me pida que le de la comida que me escupió en la cara.
Germán sonrió y Soledad me miraba con cierta furia, ella suspiro  — Ya suéltala — Dijo sin importancia y salió del cuarto sin cerrar la puerta. El grandulón vestido de blanco caminó como si fuera una maquina manipulada por la mujer que acababa de marcharse. Se dirigió con lozanía a desatar el mecate en una de mis muñecas. El aroma a sudor que mi cuerpo despedía  me había golpeado la nariz de pronto, soltó mi otra muñeca y como si fuera cualquier objeto inerte, azote en el suelo. Comencé  toser con la garganta seca y rasposa,  después saliva se acumuló en mi garganta, la libere en el suelo helado lleno de manchas rojas jaspeadas y ajadas.  Me limpie la sangre de la comisura de mis labios y levante la cara mirar al hombre en cuestión.
— ¿Y tú ? — Sentencie con incordio — ¿No hablas o que? — Cuestione con el ceño fruncido — Soledad te cortó la lengua — Sonreí amargamente. El hombre se giró a mirarme y soltó sonidos con la boca abierta sin aclarar ninguna palabra, moviendo los brazos a un lado a otro. Inverosímilmente no hablaba y asustada me levanté con pesadumbre física. El me tomo con sus manos firmes y me saco del cuarto con belicosidad y me llevo hasta el patio atrás donde el sol me acribillaba con sus penetrantes rayos. Los demás internos me miraban con miedo y Germán  me dejo caer en las escaleras de la entrada.
La mujer que anteriormente me había llamado “Virgen Santa” con la mirada nada lucida, se hinco frente a mi y señaló mis muñecas ensangrentadas.
— ¡Has derramado sangre por nosotros, madre mía!  — Sonrió con lágrimas en los ojos y el cuerpo tambaleante. Mi pulso se agitó y  comencé temblar de terror.
— ¡Has bajado de los cielos, madre omnipotente para salvarnos del demonio! — Espetó con furia señalando hacia las puertas de la entrada del jardín. Gire sin ninguna cautela y la enfermera llamada María que se acercaba con prisa con algodón y alcohol en las manos, fruncí el ceño, mientras la mujer rezaba sin parar. María me tomo del antebrazo y caminamos por el césped hasta las bancas debajo de los árboles — ¿Quién es ella? — Pregunté mirando a la mujer rezando por todos lados, mientras que por otro lado María daba golpecitos con el algodón sumergido en alcohol contra mis muñecas. Gemí de dolor y la enfermera hablo concentrada sólo en curar las heridas.
— Magdalena — Sentenció con lamento — Una mujer adulta, 43 años para ser exactas, lleva aquí desde el 47, fanática religiosa. Esquizofrénica — Levante las cejas sin importancia al recordar que yo había sido diagnosticada con el mismo trastorno. Entonces me sumergí en mis pensamientos cuestionándome si yo había sido lo suficientemente ágil para engañar a un doctor en psiquiatría, si aquel hombre en verdad estaba lo suficientemente estudiado para diagnosticar a alguien o si quizá yo en verdad  estaba completamente trastornada y estar ahí no era solamente para una investigación periodística. 




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