El Palacio Del Infierno.

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Sentada en una esquina recóndita y ajada, observaba con desdén aquella escena tan cruda donde el desprecio y maltrato eran los protagonista y el dolor físico y llanto, los fieles espectadores. 

Bajo el crudo y centelleante rayo del sol, se encontraba todo los internos, arrodillados en medio del soberano patio, ordenados en fila, quemándose las rodillas, con el pavimento ardiendo y sus cabezas parecían apunto de explotar por el agobiante calor  a los que estaban siendo sometidos mientras que dos enfermeras, patrullaban ese momento. 

Yo, aferrada a la esquina del otro lado del patio, rogaba para que no me miraran y poder salir de Ahí. Tome  iniciativa al mirar a los guardias y enfermeras ocupados practicando vigilancia con los demás, estaban tan concentrados en eso que no habían notado que una interna les faltaba en la fila. Salí disparada, pero meticulosa hacia la derecha donde los otros pabellones me estaban esperando con mi clandestina curiosidad, pero para eso tenía que cruzar  el edificio principal. Al llegar a este, el cual ya conocía como la palma de mi mano, junto a la rectoría, había un hombre y una mujer que radicalmente llamaron mi atención. Con fina elegancia, solemne altivez y vigoroso sentimiento de repugnancia que ellos sentían hacia al lugar , podía notarse con solo interceptar sus pulcros rostros. Me hizo detenerme de lleno y la duda de que hacían ahi unas personas como esas en un lugar tan profano para alguien como ellos, me   taladraba el cerebro. Rápidamente, olvide todo los demás y camine con cautela hacia ellos, mientras más me acercaba, más crecía la incertidumbre. La puerta de la rectoría se abrió y ellos fueron llamados por el rector Palacios. Entraron y me detuve rápidamente. Al cerrar la puerta, el sonido causó un burdo eco y llegué hasta ella, coloque con cautela la cabeza pegada a la puerta y todo se escuchaba a la perfección. 

— ¿Nos recuerda?  — Preguntó el hombre de infinita juventud y tremenda elegancia, ambos con abrigos pomposos  de color negro, Hugo Boss y lentes oscuros, era como si se empeñaran en no ser reconocidos. 

Había dejado un aroma  a loción cara dispersado en el aire por unos segundos. 

— Por supuesto, señores — Espetó el rector con rotunda seguridad. 

— ¿Cómo está mi padre? — Cuestionó la mujer. Yo sólo podía limitarme a escuchar detrás de la puerta con tremenda intriga. 

— Está en perfectas condiciones, señorita Graciela. 

 

Graciela. 

 

Con rapidez el rostro del viejo Gilberto Quispe me había llegado a la cabeza. Tensé la mandíbula después de tragar saliva. 

— Con el dinero que nos proporciona cada mes el señor Gilberto está en las mejores condiciones. 

— No pudimos encontrar un lugar mejor — Dijo el hombre. Apreté los puños. 

Los tres rieron con embuste e hipocresía.

 

— Hemos venido a visitarlo pero tenemos un asunto pendiente con usted, Tomás. 

— ¿De que se trata? 

— Queremos que declare de una vez por todas mi padre totalmente incompetente mentalmente. 

 

Apreté los puños llena de incredulidad, teniendo un sentimiento espontáneo  de asco y desdén hacia ellos. El silencio repentino, era pesado, más denso que la neblina del frio Diciembre.

 

Inverosímilmente Asfixiante. 

 

El rector, el cual tampoco era un dichado de pureza sino un doctor con falta de profesionalismo que se quebraba ante un cuerpo y un  par de billetes, yo por supuesto no esperaba una respuesta dando negativa a la petición de esos dos lobos disfrazados con abrigos de mink. Carraspeo la garganta y dijo — Seamos sinceros, ya es tiempo. Su padre está perfectamente cuerdo, me atrevo a presumir que más que usted y yo juntos. Si descubren que he dado un diagnóstico apócrifo, me retirarían la licencia e iría a la cárcel. 

El hombre río con sinceridad — ¡Por favor, Tomás! No es primera vez que lo hace. 

— No, pero su padre es muy listo, Roberto. 

— Lo sé. Es por eso la causa de mi petición. Necesito administrar unas cuantas cosas que están a su nombre. 

— Necesitamos, Roberto —  Corrigió la mujer. 

— Eso exactamente. 

— Bien. Lo haré, solo denme tiempo. La enfermedad que le he adjudicado a su padre es degenerativa, no puedo declararlo incompetente en un dos por tres. 

— Está bien — Contesto el hombre no tan convencido  

— Pero el pago sube — Sentenció sin ningún tipo de vergüenza. 

No podía esperarme algo peor. 

— Por eso no se preocupe — Contesto la mujer — Ahora quiero ver a mi padre. 

— Por supuesto, señorita. 

 

Rápidamente me quite de la puerta y camine lejos para que no pudiesen verme, la puerta se abrió y salieron directo al jardín donde seguramente Don Gilberto se encontraba, sentando en su arcaica banca. La mujer salió mirado con asco todo el lugar. 




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