El pan verde de mi abuela

El pan verde de mi abuela

Cuando pienso en mi infancia, no recuerdo juguetes, amigos o veranos en la playa, ni siquiera las calles polvorientas del pueblo por las que corría, me caía y me despellejaba las rodillas. Lo primero que me viene a la memoria es una rebanada de pan humeante, gorda, tostada en la lumbre de la chimenea. Y después, el verde brillante de un aceite de oliva virgen extra que lo empapaba, resbalando por los bordes. Eso, y las manos arrugadas de mi abuela, firmes y suaves, que sabían más de mí que yo mismo.

Era la década de los ochenta. Yo tendría diez u once años y por aquel entonces no se usaba la palabra Asperger para mi forma de ser. Lo que la gente decía de mí era más sencillo y cruel: que era un bicho raro. Lo decían mis hermanos, mis primos, los vecinos. Lo decía, sin decirlo, el maestro cuando yo no entendía las bromas ni los juegos de mis compañeros. Yo me refugiaba en mis libros, en escuchar más que en hablar, en mis manías y en mis mundos imaginarios. Y, sin embargo, en aquella cocina de mi abuela iluminada por el fuego, yo no era raro. Era comprendido.

Mi abuela hacía pan en casa. Lo amasaba con esfuerzo, como si estuviera rezando el rosario, lo dejaba reposar hasta que doblaba el tamaño, luego lo volvía a trabajar y le daba forma. El horno de leña lo devolvía crujiente, con corteza dorada y un olor que se colaba por todas las habitaciones, un olor que todos reconocíamos como el inicio del día. Cuando lo sacaba, lo envolvía en paños limpios. Yo, a escondidas, los levantaba para mirar embobado cómo el vapor escapaba por las grietas de la corteza. Luego mi abuela cogía un cuchillo grande y cortaba rebanadas gordas.

Las tostadas no las hacía en un tostador como los de ahora, sino en una especie de sartén plana y grande con agujeros, que ponía sobre las brasas de la chimenea. Allí se doraban las rebanadas lentamente, mientras el humo impregnaba la corteza de un aroma a madera de olivo. Yo me quedaba mirando cómo el pan se iba dorando.

Después venía el aceite. Verde, brillante, espeso y oloroso. Aceite virgen extra de Jaén, de nuestros propios olivos. Ella lo echaba sobre las tostadas sin escatimar, generosamente. El pan lo absorbía como la tierra seca bebe la lluvia, hasta rebosar por los bordes. Bastaba un mordisco para que el crujido de la corteza se mezclara con el aceite y estallara en la boca un sabor rotundo, fresco y picante.

Mientras me comía la tostada, mi abuela me miraba con una ternura que no usaba con casi nadie más. Ella sabía lo que yo necesitaba. Ni juegos ni fiestas, sino que me comprendieran. En aquella mesa, por un momento, el mundo encajaba.

Mis hermanos se burlaban de mí: decían que yo era el favorito de la abuela. Lo decían con sorna, aunque ahora sé que también con envidia. Con el tiempo entendí que tenían razón. No era que me prefiriera: era que me entendía. Sin saber de diagnósticos ni de síndromes, sin saber leer, ella supo que yo era diferente y nunca intentó cambiarme. Me aceptó tal como era.

A veces la escuchaba hablar con mi madre. Decía que yo me parecía a su marido, a mi abuelo, que había muerto en la Guerra Civil. Que tenía su mismo silencio, su misma mirada inteligente, su misma forma de entender el mundo. Yo no lo conocí, pero me gustaba pensar que en mí había algo de él. Quizá por eso mi abuela me comprendía como nadie.

Esos desayunos con pan y aceite eran más que comer. Eran un refugio, un descanso del mundo exterior que yo apenas entendía. Mientras el pan crujía en mi boca y el aceite se me derramaba por la barbilla, sentía que pertenecía a un lugar. Allí, entre el humo de la chimenea y el olor a pan tostado, yo era querido sin condiciones.

Los años pasaron. Mi abuela se fue, como se van los que nunca deberían irse. Yo crecí, me casé, tuve hijos, levanté mi casa y mi vida. Me diagnosticaron Asperger mucho después, como si ponerle nombre a mi forma de ser pudiera cambiar mi infancia. Pero ahora, cada vez que amaso mi propio pan, cada vez que busco el aceite que más se parezca al suyo —aunque ninguno iguala aquel sabor, aquel verde intenso—, me acuerdo de ella, la siento conmigo. Y cuando echo el chorro sobre la rebanada, y veo cómo el pan se empapa, es como si las manos de mi abuela, aquellas arrugadas y suaves, volvieran a cuidarme.

Hoy sigo siendo ese niño que encuentra refugio en lo básico. Mis hijos me ven en la cocina, con las manos en la masa y quizá piensan que exagero con mis manías: que si el pan debe reposar varias veces, que si el aceite no puede ser uno cualquiera, que si la tostada hay que dorarla despacio. Pero yo no hago pan ni echo aceite por costumbre: lo hago por ella.

A veces me pregunto si mis hijos recordarán algo parecido cuando yo ya no esté. Tal vez la imagen de su padre sacando pan del horno, o su insistencia en buscar el aceite perfecto. Me gusta creer que algún día, cuando muerdan una tostada, sentirán lo mismo que yo: que no hace falta decir te quiero, basta con que te preparen un trozo de pan bien hecho y un buen chorro de aceite.

Aunque ahora todo a mi alrededor sea ruido, prisas y estrés, sé que pertenezco a un lugar: a la cocina humilde de mi infancia, al calor de una chimenea, al verde inagotable del aceite de Jaén. Allí, en ese pan verde de mi abuela, sigo siendo su nieto favorito.



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En el texto hay: infancia, asperger, abuela

Editado: 03.09.2025

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