El Pantheón: Inmersión

Capítulo 3: Un buen líder debe guiar, no obligar

Un buen líder debe guiar, no obligar

 

1

Simón observó su reflejo en el espejo que tenía enfrente y se vio demacrado. Sus endiabladas ondas negras, siempre obedientes detrás de kilos de gel y horas de secador, habían decidido escapar libres de su encierro, pero no parecían haberse puesto de acuerdo hacia dónde. Las ojeras marrones habían desteñido el azul oscuro de sus ojos, y el blanco de su rostro lo había convertido en un fantasma. Dirigió su mirada hacia Brennen, quien se encontraba sentado en el sofá de dos cuerpos en la salita de la casa de los Hatzidis, y dio gracias por no ser el único en hallarse en un estado tan patético.

Habían esperado más de media hora a que alguien se dignara a darles una explicación sobre la razón que los había llevado allí, pero nadie había aparecido. Brennen no había emitido palabra, ni siquiera se había dignado a mirarlo. Habría jurado que no sabía ni media palabra en español, si no fuera porque él mismo lo había escuchado hablarlo. Lo hablaba mal, eso sí, pero lo entendía a la perfección.

Después de su encuentro con Themis, los dos hombres de negro los subieron al utilitario y los llevaron por la ruta 38 hasta algún lugar muy adentrado en Sierras Chicas, pasando Capilla del Monte. Un lugar que nunca había visto ni escuchado mencionar jamás. Cuando bajó del auto, su cuerpo se estremeció, la niebla había cubierto todo alrededor, por lo que le fue imposible ver lo que tenía en frente. Estaba húmedo, oscuro, y se percibía un olor muy particular que no podía terminar de descifrar, pero que le resultaba familiar. El sabor a sal invadió su boca inmediatamente después de bajarse la campera para respirar. Aquello no era niebla, era bruma. ¡Bruma de mar! Imposible, pensó, imposible en medio de las Sierras.

El hombre de cabello rubio los condujo rodeando la mansión hasta la entrada que daba a la salita y les ordenó que esperaran dentro. Luego, desapareció, dejándolos solos para consumirse en confusión y ansiedad.

Después de suspirar todo el aire de la habitación, Brennen finalmente reaccionó. Lo miró de reojo, y él le devolvió el gesto hasta que ambas miradas se encontraron.

—Entonces… ¿No eres médico? —preguntó Brennen, intentando romper el hielo, pero no eligió la mejor pregunta para hacerlo. El sentido de humor de Simón, su tolerancia, su desenfado, parecían haberse borrado de entre sus capacidades de manera definitiva. Themis lo había llamado estafador en un susurro en algún momento de la discusión con la que habían entretenido al resto durante el viaje.

Volteó hacia el irlandés y lo fulminó con la mirada; Brennen lo sintió en los más íntimo de su ser—. Sí, lo soy. Una clase distinta de médico, pero lo soy —contestó, enfadado—. ¡De curar gente se trata la profesión! —intentó justificarse. No con Brennen ni con Themis ni con alguien en particular, sino consigo mismo.

El irlandés levantó los hombros en signo de respuesta interrogativa. Obviamente lo había molestado, pero eso no lo desalentó; tenía mucha curiosidad por saber quién era el tal Simón, que había aparecido de improviso en su vida, que tenía algún tipo de conexión con Alexandria, y que le había eliminado la cicatriz de la cabeza con solo tocarlo.

—¿Conoces a Themis?

Tenía que darle crédito por intentarlo. Volvió a mirarlo con seriedad, a lo que Brennen respondió frunciendo los labios, levantando las cejas y volviendo sus ojos al suelo.

Después de otro incómodo y eterno silencio, el irlandés volvió a la carga—. Yo la vi, alguna vez —dijo señalándose a sí mismo.

Simón lo hizo callar y se dirigió hasta la ventana—. ¿Escuchaste? —preguntó entornando los ojos. Brennen negó con la cabeza.

Estaba a punto de salir de la salita cuando, por la puerta que daba al pasillo, apareció finalmente Themis. Vestía un traje de seda gris oscuro y una camisa bordó con las mangas arremangadas que no favorecía para nada el color de su pálida piel. El pelo recogido le daba la apariencia de alguien normal. Nada más lejos, pensó Simón.

—No salgas, por favor —solicitó Themis cortésmente. Luego, se acercó y se sentó en uno de los sillones individuales, mesa de por medio, frente a Brennen. Simón se sentó en el sillón de dos cuerpos sin decir palabra, pero con el gesto de desagrado intacto. La mujer los observó a ambos en silencio y una gran sonrisa se dibujó en sus labios, iluminando su rostro—. Tenía muchas ganas de volver a verlos. —Se la veía feliz, radiante.

La mente de Simón voló hacia otro tiempo, uno en el que ella había sido feliz, uno en el que ellos habían sido familia.

—¿Saben quién soy, verdad? —preguntó. Ambos se mantuvieron callados, era una pregunta retórica—. Me llamo Themis. Y soy miembro del Pantheón, como ustedes.

—Y ahí está —susurró Simón con fastidio, enfatizando su desagrado con una mueca. No podía ser de otro modo; ¿por qué si no la mismísima Themis se presentaría ante él? En algún momento aparecería en escena el condenado tema de ‘El Pantheón’.

Recordaba que desde el principio había estado en contra, o que por lo menos la idea le disgustaba. ¿O no? Toda su vida se había sentido obligado a obedecer al maldito Pantheón. ¿Cómo sabía eso? No entendía el porqué, pero sus recuerdos y los sentimientos que evocaban estaban allí, tan claros como su reflejo y a la vez tan confusos como su identidad.




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