El papá de Louis

~1~

Reinhold estaba por hacer una entrega muy especial. No de pasteles, ni de tartas, ni de strudels. Esta vez llevaba una caja con dulces… y una buena dosis de cariño.

Era para una exalumna con la que había conectado más de lo que habría querido, desde el mismísimo instante en que apareció con su acento británico y esa sonrisa luminosa que desentonaba por completo con la mañana gris del primer día de inscripciones.

Catherine.

La encantadora muchacha que había asistido a sus clases durante un año y medio con la misma constancia con la que él tomaba café por la tarde, no era la única alumna con la que había entablado una buena relación (había un par de hombres y mujeres con quienes seguramente seguiría en contacto), pero Catherine tenía algo distinto.

Algo que, por desgracia, no podía explicarse con técnicas de glaseado.

Ella transmitía un optimismo contagioso, una forma de ver la vida como si todo pudiera solucionarse con un bizcocho tibio y una taza de té. Reinhold había intentado ignorar ese brillo. Tenía una regla inquebrantable: nada de involucrarse con alumnas. Y no solo por ética profesional. Era por autopreservación.

Pero la regla había sido más fácil de repetir que de aplicar.

Durante meses, se prometió que cuando el curso terminara, le propondría tomar un café, solo para conocerla fuera de clase. Solo para ver si ese encanto suyo también funcionaba lejos del horno.

Pero ahora… Catherine se marchaba. A Londres. Y él no había hecho absolutamente nada.

Nada, salvo llevarle una caja con dulces alemanes a casa para despedirla.

Golpeó suavemente la puerta. Unos segundos después, Catherine abrió. No lucía como en clase: tenía el cabello despeinado, una camiseta ancha que se le caía de un hombro, pantalones deportivos y estaba completamente descalza.

Y aún así, Reinhold pensó que no podría estar más bonita.

—Catherine, buenos días.

—¡Reinhold! Pasa, por favor —dijo, haciéndose a un lado—. Ignora el caos. Tengo té y scones para ofrecerte.

—Perdona, no quiero molestarte. Solo venía a dejarte esto —levantó la caja.

—No, en serio, pasa. El lugar está medio caótico, pero no puedo dejar que el gran Reinhold Beckmann se marche sin probar mis scones. Es una cuestión de orgullo nacional.

Él rio, divertido.

—¿Estás segura?

—Segurísima.

Entonces Reinhold entró esquivando una pila de ropa y un par de cajas dispersas por el suelo. ¿Por qué a quién pretendía engañar fingiendo que no se moría por pasar un rato con Catherine Blake?

El departamento era modesto, un poco antiguo, y olía a mantequilla, vainilla y algo que juraría era canela.

—Voy a confesar algo —dijo Catherine mientras caminaba delante de él—. En realidad quería pedirte un favor. El té y los scones son algo así como un soborno.

—¿De qué tipo de favor estamos hablando?

—Necesito que te sientes en mis maletas. No cierran —respondió con toda la seriedad del mundo.

Él soltó una carcajada.

—¿Y solo por eso vas a pagarme con té y scones?

—Bueno, tampoco quiero aprovecharme de ti. Es sábado. Probablemente tenías algo mejor que hacer que venir a saltar sobre las maletas de una exalumna.

—¿Sabes? Yo te llamaría colega. Ya no eres mi alumna, y en realidad, ya eras pastelera cuando entraste al curso.

Catherine suspiró, poniendo las manos en la cintura.

—Eso es muy amable. Pero aun así, siento que estoy interrumpiendo tu apretada agenda de actividades emocionantes.

—Mis planes para hoy consistían en sofá y maratón de una serie de ciencia ficción. Así que soy todo tuyo.

—¡Perfecto! —dijo, guiándolo hacia una de las habitaciones—. Las víctimas están ahí. Intenté cerrarlas, pero ya no tengo fuerza… ni dignidad.

Dos maletas enormes yacían abiertas sobre el suelo, desbordadas de ropa y artículos personales.

—¿Quieres sentarte tú y que yo intente cerrarlas? —ofreció Reinhold.

Catherine se lo pensó un momento, pero asintió.

—Está bien. Entre Louis y yo quizá hagamos buen peso.

Se acomodó con cuidado sobre una de las maletas. Lo hizo lentamente, como si temiera que el equipaje explotara bajo su peso o que Louis protestara desde su barriga.

Reinhold tiró de la cremallera con delicadeza, pero apenas avanzó unos centímetros antes de que algo se atascara.

—¿Esto es un abrigo o un oso polar? —preguntó, frunciendo el ceño mientras forcejeaba con un bulto de tela blanco que parecía tener vida propia.

—Es mi abrigo favorito, gracias. Londres es frío.

—Catherine… es verano.

Ella lo miró con total seriedad.

—Y aún así, no voy a abandonar mi suéter favorito en suelo francés. Algunas cosas son sagradas.




Reportar suscripción




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.