El papá de Louis

~3~

Catherine no sabía bien qué esperaba al poner un pie en el departamento de Reinhold. ¿Una repostería improvisada en la sala? ¿Una montaña de platos sucios? ¿Una caja fuerte llena de recetas secretas? Tal vez todo junto, más una capa de azúcar glas espolvoreada al azar.

Lo que no esperaba era… eso.

—Sígueme —dijo él con naturalidad, dejando las llaves en una pequeña bandeja de cerámica junto a la entrada (¿hecha por él? ¿era capaz también de hacer cerámica?).

Lo siguió hasta su habitación, mentalmente preparada para el típico caos masculino. Después de todo, había crecido con dos hermanos, y estaba bien documentada sobre la capacidad que tenían los varones para convivir con pilas de ropa que parecían instalaciones de arte moderno. Bueno, Alexander se había reformado con los años: la paternidad y la vida en solitario lo habían vuelto meticulosamente organizado. Theodore, en cambio… seguía siendo un poema trágico en desorden libre.

Pero Reinhold… Reinhold tenía la habitación de un catálogo escandinavo.

La cama estaba impecable, las superficies despejadas, el armario perfectamente alineado como si las perchas hubiesen hecho voto de obediencia.

—Oh, esto es impactante —murmuró Catherine, cruzándose de brazos—. ¿Vives solo, verdad? Porque si hay una mujer escondida ayudándote a doblar calcetines, necesito saberlo ya. Y pedirle consejo.

Reinhold rio, abriendo el armario con una soltura que bordeaba lo coreográfico.

—Vivo solo. Me gusta el orden. Me relaja.

—Claro… ¿y también das talleres espirituales los fines de semana? —murmuró Catherine, aún procesando el shock visual.

Él sacó una maleta grande con la solemnidad de alguien que está a punto de embarcarse en una cruzada y la colocó sobre la cama.

—Bien… ¿qué debería llevar para esta época?

—Es casi julio —dijo Catherine—. O sea, verano, pero con el entusiasmo térmico de un otoño confundido. Vas a necesitar ropa de entretiempo. Nada de confiarte y llevar solo camisetas, porque justo el día que salgas sin abrigo va a llover. Es una ley no escrita.

Reinhold asintió con gravedad y empezó a sacar ropa. Camisetas, camisas, pantalones. Catherine se acercó para ayudar.

—Déjame ayudarte a doblar —dijo con una sonrisa.

—Está bien —dijo él, señalando la cama—. Pero siéntate. Ponte cómoda.

Catherine se dejó caer como si hubiese hecho una maratón (física, mental y hormonal) y se acarició la barriga con suavidad.

—No veo la hora de estar en casa.

Reinhold la miró con curiosidad, aunque su expresión tenía una calidez inesperada.

—¿Estás muy cansada?

Ella alzó los hombros.

—No es exactamente cansancio… Es más bien que extraño a mi familia. Y ahora que Louis está en camino, todo se amplifica. Me siento un poco sola, supongo.

Él no dijo nada enseguida. Solo la miró en silencio. Un silencio que no pesaba, sino que abrigaba. Hasta que ella arqueó una ceja y, sonriendo, dijo:

—Por favor no me mires con lástima.

—No es lástima —respondió él, serio—. Lo juro. Sería imposible sentir lástima por ti.

—¿Ah, sí? ¿Y qué sientes, entonces?

—Admiración. Mucha.

Catherine bajó la vista, sorprendida. Luego, para no hacer un drama, tomó una camiseta y la dobló con esmero.

—Gracias —dijo, bajito.

El ambiente se volvió más suave, más cálido. Reinhold sacaba ropa, Catherine la doblaba. Una especie de equipo de embalaje emocional que funcionaba a la perfección.

—¿Qué tan unida eres con tu familia? —preguntó él, como si hablara del clima, pero con la mirada puesta en ella.

—Del cero al diez… un once. Tengo dos hermanos mayores: Alexander y Theodore.

—¿Son celosos? ¿Me mirarán con cara de “¿y este quién es?”

—Primero te escanearán. Te mirarán, te analizarán, y si notan que me haces feliz, estarás a salvo.

—Más me vale tratarte como a una reina —bromeó él, haciendo una pequeña reverencia.

—Solo actúa normal. Como lo harías en cualquier relación de verdad.

Él asintió, mientras metía cuidadosamente unos pantalones en la maleta.

—¿Y tus padres?

—George y Donatella. Viven en Italia, pero ya están en Londres.

—Perfecto —dijo Reinhold, doblando un abrigo—. Vamos a tener que ensayar alguna historia sobre cómo nos conocimos —añadió con tono conspirador.

—Eso ya lo tenemos cubierto. Nos conocimos en clase —respondió ella con una sonrisa tranquila—. No hay necesidad de inventar nada.

—Bien, eso lo hace mucho más fácil. ¿Entonces me repites los nombres de tus hermanos?

Catherine asintió con paciencia.

—Alexander es el mayor. Es arquitecto. Tiene una hija, Sophie, que no solo es mi sobrina, sino también mi ahijada. Y además tiene novia. Isabelle. Es un amor de persona. La conocí en diciembre, cuando viajé para las fiestas.




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