El papá de Louis

~5~

Dos días más tarde, Catherine estaba en el aeropuerto. Con Reinhold. Su falso novio. El supuesto padre de su hijo. El caballero que, no solo se involucró en ese teatrillo sin dudarlo, sino que además le ofreció guardar algunas de sus pertenencias en su departamento. Pertenencias que Catherine ya daba por perdidas, condenadas a quedarse para siempre en el limbo de su antiguo alquiler, ese que había sido escenario de antojos absurdos y vómitos traicioneros a las seis de la mañana.

Así que sí, Reinhold se había ganado un lugar en el cielo. O, como mínimo, un rincón con vista privilegiada en su corazón.

Además, era tan considerado que no la dejaba ni cargar su bolso. Literal. Lo había intentado tres veces y, en cada ocasión, él se lo quitaba con la paciencia de un monje tibetano y una sonrisa que parecía decir: “No insistas, mujer, estás embarazada y esto es una cuestión de principios.”

—¿Estás cómoda? —le preguntó mientras esperaban en la sala de embarque.

—Perfectamente —respondió Catherine, reprimiendo una carcajada. Porque, sí, estaba cómoda. Más de lo que esperaba. Y, sorprendentemente, disfrutando de toda esa locura.

Subieron al avión sin contratiempos. Reinhold, fiel a su estilo, insistió en ponerle el cinturón, ajustarle la almohada cervical y hasta revisarle el respaldo del asiento, como si trabajara para una aerolínea cinco estrellas. Catherine se dejó mimar sin resistencia. Era la primera y última vez que viajaría embarazada… o eso esperaba, y no le venía mal recibir atenciones. Ya bastante tenía con la acidez que aparecía cada vez que respiraba.

Se acomodó junto a la ventanilla, soltó un suspiro y acarició suavemente su barriga.

—Al fin vamos a casa —murmuró con una sonrisa.

Reinhold le lanzó una mirada de reojo, cálida y atenta.

—¿Estás bien? ¿Necesitas algo?

—Estoy bien. Solo espero que no sirvan pescado. Y si lo hacen, por favor, avísame con tiempo para fingir que estoy profundamente dormida.

Él soltó una risa baja, como si estuvieran en una biblioteca y alguien hubiese contado un chiste indebido.

Catherine miró por la ventanilla mientras el avión despegaba. Francia se hacía pequeña debajo de ellos, y le resultó irónico: justo cuando todo empezaba a encajar en su vida (el embarazo, sus decisiones, incluso su dignísima superación del caos que había sido el padre de Louis) se marchaba. Pero no con tristeza. Se iba sabiendo que regresaba a su verdadera base: Londres.

Allí la esperaba una cena familiar organizada por Alexander, Isabelle y Sophie. El plan era simple: Theodore los buscaría en el aeropuerto y de ahí irían todos a casa de su hermano mayor, donde sus padres serían sorprendidos con su llegada... y con el bebé. Porque sí, Catherine quería ese momento de impacto, no uno rápido en medio del bullicio del aeropuerto.

—¿Cómo crees que debería decirles a mis padres? —le preguntó a Reinhold.

Él observó su barriga con fingida solemnidad.

—Bueno, considerando que se nota bastante, podrías llevar una sudadera gigante y revelar la sorpresa después de los abrazos. O entrar anunciándolo como si fuera una noticia exclusiva.

Catherine rio, imaginándoselo.

—¡Sorpresa, mamá y papá! Traigo un pasajero extra a bordo.

—Eso definitivamente los sorprendería.

Ambos se echaron a reír y luego se quedaron en silencio unos segundos. Reinhold sacó una manta de su mochila y, sin decir nada, la cubrió desde el abdomen hasta los pies. Catherine lo miró con una mezcla de asombro y ternura. ¿Quién traía una manta consigo pensando en su compañera de vuelo?

¿Dónde se escondían los hombres así? ¿En reservas naturales? ¿En libros de fantasía?

—Gracias —dijo bajito—. Eres muy lindo.

—Solo hago lo que corresponde —respondió él, encogiéndose de hombros.

—¿Estás soltero? —preguntó, curiosa.

Él pareció sorprendido, pero luego asintió.

—Sí. De lo contrario, no estaría aquí fingiendo un romance contigo. Sería una forma bastante torpe de arruinar una relación real.

Catherine sonrió, divertida.

—Bueno, podrías estar en algo informal, apenas comenzando.

—Nada. Mi última relación terminó hace dos años.

—¿Puedo saber por qué?

—Queríamos cosas distintas. Duramos año y medio, pero los últimos seis meses fueron pura discusión.

Catherine asintió, comprendiendo. Quiso preguntarle más, pero se contuvo. Reinhold era reservado con su vida personal y no parecía estar listo para compartir todo con ella. No le molestaba; reconocía esa barrera como una defensa, no como falta de confianza.

Pero, como buena Blake, su nivel de curiosidad era proporcional a su nivel de paciencia: nulo. Así que eventualmente iba a sacarle más información. Con dulzura. Y algo de insistencia.

—¿En qué piensas? —preguntó él.

—En ti. Me causas mucha curiosidad.

—¿Ah, sí?

—Sí. Quiero entender de dónde viene toda esta caballerosidad. Pero lo averiguaré, porque, como ya te advertí, soy metiche.




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