Unas horas más tarde, Reinhold sostenía dos maletas, cargaba una mochila en la espalda, un bolso colgado del hombro y una expresión serena como si el peso no existiera. En realidad, sí existía, pero al viajar con una mujer embarazada sus prioridades se habían reordenado radicalmente.
Catherine lo miró de reojo, calculando si debía ofrecerle ayuda por cuarta vez.
—¿Listo? —preguntó, con ese tono entre dulce y desafiante que ya le resultaba familiar.
Él asintió con una leve sonrisa. Por supuesto que estaba listo. Iban a encontrarse con Theodore y empezar el gran espectáculo: fingir que eran una pareja feliz, enamorada, esperando con entusiasmo la llegada de su primer hijo. Fácil. ¿Verdad?
—¿Seguro que no quieres que te ayude con eso? —insistió ella, señalando el equipaje.
—No, tú no te preocupes —respondió él, reajustando el bolso con elegancia casi heroica—. Ya llevas una maleta y me parece suficiente.
Catherine sonrió y tomó la delantera por el aeropuerto, girando la cabeza en todas direcciones como si esperara ver aparecer a su hermano de un momento a otro. Reinhold también observaba. Lo reconocería cuando lo viera,lo cual era una suerte, porque el lugar estaba concurrido.
—¡Ahí está! —exclamó Catherine de pronto, riendo con alegría.
Reinhold siguió su mirada y comprendió el motivo de la risa: un hombre alto y con sonrisa amplia sostenía un cartel que decía: “Bienvenidos a casa, Cathie, Louis y Rein.”
Incluso Reinhold sonrió. Lo habían incluido. En el cartel. En la bienvenida. En la familia.
Era más de lo que sus propios padres habían hecho por él… nunca. Porque, siendo completamente honestos, los Beckmann no eran exactamente el modelo de afecto. De hecho, compararlos con una “mierda” probablemente sería un cumplido ofensivo para la mierda.
Mientras Catherine corría a abrazar a Theodore, Reinhold se quedó a un lado, esperando con discreción el momento adecuado para entrar en escena. No quería interrumpir ese reencuentro entre hermanos, tan cargado de ternura que casi le daban ganas de aplaudir.
Pero enseguida ambos se giraron hacia él.
—Theo, él es Reinhold. Rein, él es Theodore.
Reinhold extendió la mano con naturalidad, esperando un apretón cordial.
Error de cálculo.
Theodore lo abrazó con entusiasmo, como si fueran amigos de toda la vida que se habían reencontrado después de una temporada en la Antártida.
—¡Cuñado, bienvenido! Así que tú eres Reinhold Beckmann… —lo examinó de arriba abajo con un aire entre curioso y satisfecho—. Ahora entiendo por qué Cathie no quería contarnos nada. Estaba saliendo con su profesor. Y con una estrella del azúcar.
Reinhold soltó una carcajada.
—¿Estrella del azúcar? Aquí la estrella eres tú.
—¿Catherine te habló de mí?
—No hizo falta —dijo Reinhold, sonriendo con esa mezcla de admiración y nerviosismo—. Estuve en una exposición tuya.
Theodore pareció sorprendido, pero le dio una palmada en el hombro con gesto cómplice.
—La próxima vez tendrás pase gratis. La familia siempre lo tiene.
Catherine intervino con un carraspeo educado y Theodore retomó la acción: le quitó la maleta, la rodeó con un brazo y le miró la barriga con teatralidad.
—Vamos, seguro que mi sobrino quiere comer algo.
—Sí. Increíblemente no tengo náuseas —respondió Catherine.
—Estás preciosa —dijo Theodore, besándole la sien—. Mira esa barriga.
Luego se giró hacia Reinhold con gesto decidido.
—Pongámonos en marcha.
—¿Mamá y papá están en casa de Alex? —preguntó Catherine mientras caminaban hacia el auto—. ¿O decidieron salir a pasear?
—Ya sabes cómo son, hoy llevaron a Sophie al centro comercial, pero ya están de regreso. Ni se imaginan que tú vas a aparecer. Ni hablar de la barriga. Ni hablar de él —dijo señalando a Reinhold con una sonrisa.
Reinhold los seguía con paso firme y los ojos moviéndose con asombro por todo lo que lo rodeaba. Estaba allí, sí, por una mujer que técnicamente no era su pareja… pero también estaba ilusionado. Otro país. Nueva gente. Una familia que parecía de revista. Todo era novedad.
Cuando se subieron al auto, Reinhold pegó la frente a la ventanilla como si fuera un niño en su primer viaje. Observaba, escuchaba, se reía con las bromas de Theodore. Y mientras era testigo del afecto que le tenía a su hermana, no podía evitar pensar en lo distinto que era todo eso a su propia familia: sus hermanos no le escribían desde hacía años. Literalmente. Ni siquiera para preguntarle si seguía vivo.
Al llegar a casa de Alexander, el estómago le dio un pequeño salto. No era miedo. Era expectativa. Había repasado los nombres mentalmente como si fuera a rendir un examen: Alexander, Isabelle, Sophie, Donatella, George… Y Maya, por supuesto. Aunque no estaba presente en ese momento, era la prima de la boda por la culpa toda esa farsa había comenzado.
Apenas bajaron del auto, Catherine lo miró. Esa clase de mirada que preguntaba sin palabras: “¿Te tomo de la mano o no?”