Catherine había planeado dormir hasta el mediodía. No, más que un plan, era un juramento silencioso que se había hecho la noche anterior: no mover un dedo, ni un músculo, hasta que la batería estuviera completamente cargada. Imaginaba abrir los ojos con el sol alto, desperezarse como una gata y levantarse sin prisas. Pero Louis, su dulce, diminuto y todavía no nacido hijo, tenía un concepto muy distinto del descanso maternal. Según parecía, él creía que la mejor hora para pedir desayuno eran las ocho de la mañana.
—Bien, bien… ya me levanto —murmuró con voz pastosa, llevándose una mano a la barriga—. Aún no naces y ya das órdenes.
Sintió un movimiento leve en su vientre, como si él respondiera con una patadita triunfal, y no pudo evitar sonreír. Se sentó en la cama, estiró los brazos en un bostezo que casi le desencajó la mandíbula y dejó caer los pies descalzos sobre el suelo fresco. Un segundo después, caminaba arrastrando un poco los pasos hacia el baño, con la típica lentitud de quien todavía estaba en modo “almohada pegada a la cara”.
Pero apenas abrió la puerta de la habitación, un olor inconfundible le golpeó de frente: pan recién horneado. No cualquier pan… ese aroma profundo, tibio y dulce que abrazaba el alma y hacía rugir el estómago de manera escandalosa. Y vaya que el suyo rugió, como un león con hambre atrasada.
—Espera, Lou —susurró con una mueca—. Mamá necesita ir al baño primero.
Hizo su parada obligatoria sin mucha ceremonia. No fue por prisa, sino porque la insistencia de Louis era como un recordatorio rítmico desde dentro: come, come, come. En menos de cinco minutos ya estaba fuera, siguiendo el rastro del aroma hasta la cocina.
Y ahí se encontraba Reinhold, de pie, preparando lo que no podía describirse como un desayuno común y corriente. Aquello era un desfile culinario digno de un hotel con cinco estrellas y una alfombra roja.
—Buenos días —lo saludó, con una sonrisa que mezclaba sorpresa y hambre.
Reinhold levantó la vista y le devolvió la sonrisa.
—Buenos días. No esperaba verte de pie tan temprano.
—Louis está hambriento. Desde que descubrió que puede patear, lo usa como sistema de comunicación… y funciona.
Él rio suavemente y volvió a su tarea con un aire de satisfacción.
—Ya casi tengo todo listo. Hoy te voy a servir un desayuno alemán de verdad: panecillos recién horneados, mantequilla, mermelada de ciruela, queso, jamón, huevos revueltos… café para mí, té para ti. Quiero que pruebes algo típico de mi país.
Catherine se llevó una mano a la barriga, casi como si quisiera incluir a Louis en la conversación. El aire estaba impregnado de esa mezcla irresistible de pan caliente, dulzor afrutado y el aroma mantecoso de los huevos recién hechos. Si en ese instante alguien le hubiese dicho que vivía en un anuncio de televisión, lo habría creído.
—Muero por probar todo —confesó, justo cuando sintió otra patadita, como si Louis también aprobara el menú.
—Espero dejar contento al pequeño príncipe —dijo él, mirando fugazmente la curva de su vientre.
—Louis no es exigente. Mientras sea comida, estará feliz. Aunque… —arqueó una ceja— después de este manjar, espero que no se ponga quisquilloso.
—Bueno, tiene un mes entero para pedirme lo que quiera. Yo lo consentiré sin quejarme.
Ella soltó una risa breve y negó con la cabeza.
—No digas eso tan en serio o lo tomará como un contrato.
Mientras él giraba para sacar los panecillos del horno, Catherine lo observó con curiosidad.
—¿Cómo dormiste, Rein? Tenemos que buscar una solución para lo del sofá. No puedes pasar un mes ahí.
—Descuida. Ese sofá es más cómodo de lo que parece. Y, honestamente, yo puedo dormir en cualquier lado. Nunca he tenido problemas.
—Aun así, no me gusta la idea —respondió con un fruncimiento de cejas que dejaba claro que no era negociable—. Algo se me ocurrirá.
Reinhold le pasó una bandeja con salchichas humeantes.
—¿Podrías llevarlas a la mesa?
—Claro. ¿Algo más?
—No, solo siéntate. Yo llevo el resto.
Obedeció sin protestar. Colocó el plato en la mesa y se dejó caer en la silla, observando cómo en cuestión de segundos el desayuno se desplegaba frente a ella como si estuviera en una película de época donde siempre servían banquetes. Reinhold movía las manos con una rapidez y precisión que le arrancó una sonrisa: era evidente que disfrutaba tanto cocinar como ella.
Cuando él se sentó, Catherine no perdió tiempo. Empezó a servirse un poco de todo, sin disimulo alguno.
—Podría decir que como así por Louis… pero en realidad siempre he sido de buen comer —comentó, lo que hizo que él soltara una carcajada. Probó el pan y cerró los ojos un instante—. Esto sabe a gloria.
—Gracias. Y… estaba pensando —dijo él, tomando un sorbo de café—: si no es mucha molestia y no hay planes con tu familia, ¿podríamos dar un paseo hoy?
Catherine asintió de inmediato, entusiasmada.
—Sí. De hecho, estaba pensando en eso.