El papá de Louis

~9~

Catherine le había cedido el mando del auto que Alexander les había prestado. Bueno, “cedido” era un decir, porque él sabía perfectamente que ella lo había hecho de mala gana, más por resignación que por voluntad. Reinhold, por su parte, había insistido en conducir, con la excusa de que quería que fuera cómoda en el asiento del copiloto, donde pudiera relajarse y disfrutar del paseo sin tener que preocuparse por nada. Claro que eso implicaba sacrificar un poco la oportunidad de observar la ciudad mientras avanzaban, pero en realidad, no le molestaba. Aunque no era el papá oficial de Louis, tenía un instinto protector que no podía controlar. Quería cuidar a Catherine y a ese pequeño en su barriga.

—Es por aquí —dijo Catherine, señalando hacia la izquierda.

El Támesis apareció majestuoso, con el tráfico haciéndose más lento a medida que se acercaban al emblemático puente de Westminster. Y ahí estaban, en todo su esplendor: el Palacio de Westminster y coronando la esquina, la famosa torre del reloj.

Big Ben —anunció Catherine con entusiasmo—. Bueno, en realidad ahora se llama Elizabeth Tower, pero nadie le dice así.

Reinhold aparcó. El sol veraniego pintaba el lugar con una luz dorada y suave, y una brisa fresca recorría las calles, haciendo bailar con delicadeza los cabellos de Catherine. Ella llevaba puesto un vestido ligero, blanco con pequeños toques azules, de esos que se mueven con gracia al caminar y que parecen diseñados para captar todas las miradas sin hacer ningún esfuerzo. Reinhold no podía apartar la vista de ella; esa mezcla de elegancia natural y sencillez lo tenía completamente cautivado.

La vio caminar hacia el puente, como una exploradora admirando su reino, y Reinhold la siguió, con las manos cómodamente en los bolsillos del pantalón, observando cómo ella giraba sobre sí misma para captar cada detalle. El vestido se mecía suavemente con el viento, dibujando un aura casi mágica a su alrededor. Reinhold se encontró pensando que esa vista (Catherine con el Támesis y la ciudad detrás) era una de las más hermosas que había tenido la suerte de ver.

—Míralo bien —dijo ella, deteniéndose frente al reloj, que parecía desafiar al tiempo con su presencia—. Está en el Palacio de Westminster, la sede del Parlamento británico. Se construyó en estilo gótico victoriano después de que un incendio destruyera el edificio anterior allá por mil ochocientos treinta y cuatro. Y aunque todos llaman a la torre Big Ben, en realidad ese es solo el nombre de la campana que está dentro.

Reinhold la escuchaba con atención, pero también con la mente un poco distraída, porque el timbre de su voz y la forma en que sus labios se curvaban mientras explicaba eran un espectáculo que no podía dejar de observar. Esa luz dorada de la tarde londinense iluminando su perfil hacía que Catherine pareciera aún más imponente que la mismísima torre del reloj.

—¿Me tomas unas fotos? —preguntó ella, interrumpiendo sus pensamientos—. Luego te tomo unas a ti.

Él sonrió, sacó el teléfono y empezó a encuadrar.

—Un momento… quiero que quede perfecta.

—No te preocupes. No estoy posando para una revista.

—Pues deberías —respondió él, con más seriedad de la que pretendía.

Ella sonrió, negando con la cabeza, y posó junto a la barandilla del puente. El río, el reloj y el palacio formaban un telón de fondo ideal. Reinhold tomó varias fotos, prestando atención a captar también la mano de Catherine reposando sobre su barriga, un gesto que claramente ya era automático y, para él, completamente adorable.

—Ahora una juntos —propuso ella, acercándose.

Reinhold sintió cómo su corazón se aceleraba un poco cuando Catherine se pegó ligeramente a su costado, tomando su brazo con naturalidad. Él extendió el suyo para abrazarla por los hombros y, con la otra mano, buscó el ángulo adecuado. En la pantalla aparecieron ambos, sonriendo sin timidez alguna.

—Bien, ahora dame el teléfono, voy a hacerte unas fotos a ti —dijo ella con confianza.

Él asintió y posó, o más bien lo intentó, porque nunca había sido muy bueno con las fotos que no fueran selfis. Catherine, con paciencia casi maternal, empezó a darle instrucciones.

—No te encorves así, suelta un poco los hombros... No mires fijo a la cámara, mejor mira un poco hacia un lado... Sí, justo así, una sonrisa natural, no de vendedor de autos usados... Perfecto, ahora, un poco más relajado, como si estuvieras pensando en una pizza.

Reinhold no pudo evitar reírse por dentro mientras intentaba cumplir. Finalmente, después de varios intentos y algunas poses cómicas, Catherine guardó el teléfono con una sonrisa triunfante.

—Eres un desastre, pero un desastre encantador —bromeó ella.

Siguieron caminando unos pasos más, y Catherine retomó su papel de guía improvisada con ese entusiasmo contagioso.

—El palacio es enorme, tiene más de mil habitaciones, y algunas salas no han cambiado casi desde hace siglos. Aquí se deciden las leyes, se discuten políticas… y probablemente se sirve mucho té.

—¿Crees que nos dejarían entrar a tomar uno? —preguntó Reinhold con una sonrisa cómplice.

—Lo dudo. Pero podríamos inventar que tú eres un diplomático y yo tu esposa embarazada que necesita un lugar cómodo para descansar.




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