De una manera que Reinhold solo podía describir como terriblemente admirable (y ligeramente peligrosa) Catherine había logrado arrastrarlo a un centro comercial. No cualquier centro comercial, claro, sino uno que parecía diseñado para complacer sus antojos más específicos: en cuestión de minutos había obtenido su codiciado licuado de plátano y kiwi, y ahora se dirigía, con paso decidido, hacia una tienda que exhibía colchones inflables como si fueran piezas de museo.
—Mira, ese se ve cómodo —comentó, señalando uno con la pajilla aún entre los labios y una sonrisa satisfecha.
Reinhold ladeó la cabeza. El colchón en cuestión parecía cómodo, sí, pero también del tamaño suficiente como para ocupar media habitación.
—Cath, tu sofá me servirá. En serio.
Ella lo miró como si hubiese sugerido dormir colgado de un tendedero.
—¡Ja! Estás loco si piensas que voy a dejarte dormir en un sofá durante todo un mes. —Le sostuvo la mirada con seriedad teatral—. Me lo vas a agradecer cuando no tengas que buscar a un kinesiólogo para arreglarte la espalda.
—¿Y dónde lo vamos a meter? —preguntó, ya con ligera resignación.
—En mi habitación, claro —dijo con una tranquilidad pasmosa.
Reinhold parpadeó.
—Pero soy un hombre.
Ella lo recorrió de arriba abajo con una expresión que oscilaba entre la picardía y la burla.
—Lo sospechaba —replicó, antes de darle otro sorbo a su licuado.
Él intentó mantener la seriedad, tal vez incluso fingir un poco de molestia para ver si así se retractaba, pero en cuanto escuchó esa risa ligera y contagiosa, la sonrisa le ganó la batalla.
—He hecho pijamadas con mis hermanos muchas veces —continuó ella, como si aquello fuera un argumento contundente.
—Yo no soy tu hermano —aclaró, con un tono que pretendía ser firme.
Lo último que necesitaba era que Catherine empezara a verlo con la misma ternura que a un pariente cercano.
—También he dormido con amigos —añadió, encogiéndose de hombros—. No me espanta tener un hombre en la misma habitación… al menos cuando confío en él. Y, déjame decirte, confío en ti.
La sinceridad de sus palabras lo tomó por sorpresa.
—Eso me halaga mucho pero…
—Pero nada, señorito. —Le apuntó con la pajilla como si fuera una espada diminuta—. Vas a dormir en mi habitación, en el colchón inflable más cómodo del universo y no vas a protestar. Estoy embarazada y no te conviene discutir conmigo.
Él levantó las manos en gesto de rendición.
—Está bien, está bien. Pero puedo dormir en la sala.
—No, eso no es prudente —negó con vehemencia—. ¿Y si llega algún familiar de sorpresa? Tendríamos que mover todo rápido, o más bien tú tendrías que hacerlo, porque yo tardaría una eternidad.
—De acuerdo, voy a dormir en tu habitación —bufó, aunque sin verdadero enfado.
La sonrisa radiante que recibió como respuesta casi le hizo temblar las rodillas.
—¿Cuál prefieres? Grande, pequeño…
—Pequeño —la interrumpió antes de que pudiera entusiasmarse con la opción más exagerada—. Y eso no es negociable.
—De acuerdo —aceptó ella, asintiendo como si aprobara sus límites—. Vamos a necesitar un inflador.
—Eso pensé, porque no creo que mi capacidad pulmonar esté tan bien.
Catherine se rio y dio un sorbo más a su licuado. Reinhold no podía evitar preguntarse cómo era posible que aún le quedara. Él había terminado el suyo en cinco minutos… de hecho, probablemente menos.
—Alex tiene uno de estos —dijo ella—. Es súper cómodo. Obviamente no se lo puedo pedir porque sería sospechoso.
—Bastante sospechoso, de hecho.
—Antes de hacer esta compra, ¿quieres ver algo más?
—Quizá unos shorts para dormir —respondió, y luego, sin pensar demasiado, añadió—. Es que suelo dormir solo con boxers. —En cuanto lo dijo, cayó en cuenta de lo confianzudo que sonaba—. No lo haré delante tuyo, claro.
Ella ni siquiera parpadeó.
—No me molesta. Puedes quitarte los pantalones una vez que estés bajo las sábanas.
Él la miró con una mezcla de incredulidad y diversión.
—Eres demasiado relajada.
—Rein, no voy a espantarme por ver a un hombre en ropa interior. Tengo treinta y un años. Ah, y estoy embarazada —se señaló la barriga con teatralidad.
Reinhold rio, cruzándose de brazos.
—¿En qué piensas? —preguntó ella, inclinando un poco la cabeza.
—¿Cómo sabes que estoy pensando en algo?
—Porque hace año y medio que te conozco y siempre te cruzas de brazos cuando analizas algo —dijo con seguridad—. Incluso cuando nos evaluabas en clase.
—Qué observadora.
—Mucho.
Él asintió.
—Tienes razón, estaba pensando que será un mes divertido… porque tú eres divertida.