El papá de Louis

~11~

Catherine estaba recostada en la cama. Frente a ella, Reinhold se agachaba y estiraba para dar los últimos toques a su cama provisional. El colchón inflable, que horas antes había sido un rollo de plástico sospechoso, ya estaba convertido en algo sorprendentemente digno: con sábanas limpias, dos almohadas mullidas y hasta una manta cuidadosamente estirada a los pies como si estuviera en un hotel. Catherine lo observaba en silencio, divertida por lo meticuloso que era hasta para algo tan simple como inflar una cama. Y bueno… también lo observaba porque, aunque no lo quería admitir en voz alta, el short y la camiseta que se había puesto como pijama le quedaban bastante bien.

Ella entornó los ojos, fingiendo que no pasaba nada. Solo que sí pasaba. El embarazo, las hormonas, la luna llena o quién sabe qué, estaban confabulando contra ella. Una vez había leído que en el segundo trimestre algunas mujeres empezaban a sentirse “acaloradas”. En su momento lo había descartado como una exageración o un rumor de revista barata, porque lo único que había sentido hasta entonces eran náuseas y antojos absurdos. Pero ahora… ahora estaba empezando a comprenderlo.

Reinhold se agachaba, acomodaba la sábana, se incorporaba para sacudir una almohada, y Catherine, desde la cama, se sorprendía a sí misma pensando cosas completamente impropias de una dama embarazada que había prometido solemnemente no complicarse la vida con un hombre. Y menos con un hombre que había aceptado dormir en su habitación bajo la promesa inocente de que “no pasaría nada”. ¿Qué pensaría él si supiera lo que le cruzaba por la cabeza? Seguro creería que todo había sido un plan perverso para meterlo en su dormitorio. ¡Qué vergüenza!

—¿Cath? —la voz de Reinhold la sacó de su espiral de pensamientos prohibidos.

Parpadeó, como quien vuelve del planeta de las ensoñaciones hormonales. Él la miraba con esa expresión suya de profesor paciente que sospechaba que ella no estaba prestando atención.

—¿Me estabas hablando? —dijo con una risa ligera—. Me perdí un poco en mis pensamientos.

Él sonrió, indulgente.

—Solo pregunté si quieres que traiga el helado ahora o des...

—Ahora, definitivamente ahora —lo interrumpió sin dudar. Necesitaba algo frío con urgencia.

—Enseguida lo traigo.

En cuanto Reinhold salió de la habitación, Catherine suspiró y dejó caer la cabeza contra el respaldo. En su fuero interno, una pregunta empezaba a taladrarle: ¿cómo sería tener pareja en ese momento? No un novio cualquiera, sino alguien que durmiera abrazado a ella, que compartiera el embarazo, que acariciara su cabello hasta quedarse dormidos juntos. Pero claro, Lucien había demostrado ser un cobarde, y ella no necesitaba ese tipo de compañía. Se corrigió a sí misma: no lo quería. Fin del tema.

El problema era que ese razonamiento la llevaba directo al otro extremo. Si no quería al padre de su hijo, ¿por qué demonios estaba fantaseando con alguien como Reinhold, que además estaba involucrado en una mentira monumental fingiendo ser su pareja? Lo único que faltaba era que él descubriera que, en lo profundo de sus pensamientos, ella alternaba entre imaginar besos apasionados y llorar porque alguien le acariciara el cabello. Fantástico.

—Espero que cuando nazcas me devuelvas un poco de cordura —le dijo a su barriga, acariciándola con suavidad.

Louis, en un desplante de indiferencia bastante característico, no respondió con ningún movimiento. Ni una patadita solidaria, ni un burbujeo. Nada. Como siempre, solo aparecía cuando tenía hambre o cuando ella hablaba demasiado. Catherine frunció los labios: ¿sería posible que su hijo ya tuviera el don de decirle "mamá, calla un poco"?

El regreso de Reinhold la sacó de sus teorías filosóficas sobre la personalidad prenatal. Él entró con dos envases de helado y dos cucharas, y Catherine le sonrió, feliz de tener una excusa para distraerse. Le palmeó el espacio vacío en la cama, invitándolo a sentarse.

—Este es tu helado —le dijo, entregándole uno de los envases con solemnidad.

—Gracias. Últimamente quiero cosas dulces todo el tiempo —confesó ella mientras atacaba su helado de chocolate con entusiasmo—. Al principio mis antojos eran salados. Después tuve una fase agridulce, que fue un caos.

Reinhold rio, recostándose contra el respaldo.

—¿Los antojos son algo bueno o algo malo del embarazo?

—Ni bueno ni malo. Son una especie de ruleta rusa —respondió Catherine pensativa—. Lo que sí calificaría como bueno es lo que le pasó a mi cabello.

Él arqueó una ceja.

—¿A tu cabello?

—Sí, lo tengo más brillante. Antes estaba bien porque me lo cuidaba, pero ahora… no sé, tiene brillo extra.

Reinhold la miró con seriedad.

—Siempre me pareció brillante.

Catherine sonrió y bajó la vista a su helado.

—Gracias.

—¿Y qué otras ventajas hay? —insistió él.

—Bueno, soy prioridad en las filas —enumeró con aire solemne.

Reinhold soltó una carcajada.

—Eso sí que es bueno.

—Ah, y también estoy disfrutando de mis nuevos pechos.




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