A la mañana siguiente, Catherine despertó fresca como una lechuga. Bueno, o al menos tan fresca como podía sentirse una mujer embarazada de cinco meses. El caso era que, milagrosamente, no había fantasías impropias rondando en su mente. Nada de escenas mentales con Reinhold ni de abanicos imaginarios. Excelente. Solo había sido un desliz hormonal de una noche. Todo estaba bajo control, nada de qué preocuparse.
El desayuno transcurrió con sorprendente calma. Compartieron pan tostado y fruta mientras charlaban del clima, que esa mañana había decidido amanecer gris y con pretensiones de tormenta. Catherine lo agradeció: así no se sentiría culpable de quedarse bajo techo. Reinhold opinaba que la lluvia en Londres tenía cierto encanto melancólico; ella, en cambio, pensaba que lo único melancólico era el pelo encrespado que le dejaba la humedad. En fin, todo parecía en paz.
Hasta que la pantalla de su teléfono se iluminó.
Catherine se congeló con la taza a medio camino de la boca.
—Mierda, es Maya, ¿qué hace aquí? —bufó, fulminando la pantalla con la mirada como si pudiera espantarla telepáticamente.
—Tranquila, no puede ser tan terrible.
Oh, pobre inocente. Todavía no conocía a Maya.
Con un suspiro resignado, Catherine se levantó justo cuando comenzaron los golpes impacientes en la puerta. Al parecer algún vecino había creído prudente dejarla entrar al edificio antes de que ella pudiera autorizarlo. Abrió… y allí estaba. Maya. Con el aplomo de una diva de cine y el mismo aire de quien entra en un escenario y espera aplausos. Pasó sin saludar, sin mirar atrás, como si fuera la dueña del departamento y Catherine la inquilina ocasional.
—Sí, pasa —murmuró con un sarcasmo que, como era habitual, Maya no registró.
—¡Eres la peor dama de honor de la historia! —la acusó Maya apenas cruzó el umbral—. No contestas mis mensajes, apareces apenas un mes antes y… ¿qué le pasó a tu cara? ¡Estás hinchada como un pez globo!
Catherine abrió la boca, indignada. Eso sí que no.
—¡Estoy embarazada! —respondió, cruzándose de brazos con dramatismo.
Maya la observó como si acabara de anunciar que se había tatuado la frente.
—Oh, no. No, no, no… —negó con una risa incrédula—. No me digas que te embarazaste para arruinar mi boda.
Catherine la miró con incredulidad. ¿Cómo podía ser real ese nivel de egocentrismo?
Por suerte, Reinhold apareció como un caballero medieval, aunque en vez de armadura llevaba una camiseta y sostenía una taza de té.
—¡Maya! —exclamó con entusiasmo—. Sé que no nos conocemos, pero soy el novio de Cath. Encantado, aquí tienes un té.
Maya tomó la taza, aún procesando el repentino giro en la escena. Lo evaluó de arriba abajo como si estuviera en un concurso de talentos y, finalmente, le estrechó la mano sin mucho interés.
—Maya Blake, un gusto —dijo con formalidad antes de volver a clavar la vista en Catherine—. Bien, beberé el té y nos marcharemos. Te escogí un vestido, pero considerando que estás gorda…
—Embarazada —corrigió Catherine entre dientes.
Maya la ignoró como si fuera un ruido de fondo y prosiguió:
—Tendrán que hacer varias modificaciones o darte uno completamente nuevo.
—¿Es necesario ir hoy? —preguntó Catherine con la esperanza de ganar un día de tregua.
—Sí. No hay tiempo que perder. Te saltaste todas las pruebas de vestido, así que no puedes quejarte.
Catherine respiró hondo. Estaba claro que no iba a ganar aquella batalla.
—Bien, pero Reinhold viene con nosotras.
—Como quieras. Será rápido. Estamos a menos de un mes y debo encontrarme con Nathan en dos horas para ensayar nuestro baile.
Reinhold, como si la idea de acompañarlas a una tortura textil fuera un plan emocionante, sonrió.
—Bueno, entonces no hay tiempo que perder.
Maya lo observó con renovado interés.
—Tu novio empieza a caerme bien.
Catherine puso los ojos en blanco y prefirió no contestar. Lo único que hizo fue ir a por un abrigo ligero, convencida de que aquello iba a ser una prueba de paciencia más que de vestido.
En cuestión de minutos, estaban en el ascensor. Catherine, resignada, ya se preparaba mentalmente para la jornada. Por suerte, Reinhold estaba allí. Y entrando en papel de novio perfecto, él entrelazó sus dedos con los de ella con toda naturalidad. Luego se inclinó y le dio un beso en la mejilla, aprovechando para susurrarle:
—Dime si me excedo.
La ternura del gesto la desarmó. Catherine le sonrió y, acercándose al oído de él, respondió en voz baja:
—No te preocupes.
Maya se aclaró la garganta con teatralidad.
—¿Y hace cuánto son novios?
—Año y medio —respondieron al unísono.
Maya frunció los labios como si acabara de probar un limón.
—Un bebé antes de casarse… —negó con desaprobación—. La abuela se debe estar revolcando en la tumba.