Reinhold sonrió cuando Catherine salió del probador con el cuarto vestido de la tarde. Para ser honestos, él estaba disfrutando muchísimo más que ella de aquella excursión. La encargada de la boutique había sugerido, con un tacto que rozaba lo diplomático, que quizá sería mejor buscar un vestido nuevo para Catherine, uno diseñado para mujeres embarazadas, en lugar de intentar modificar el que ya había sido elegido meses atrás. Y así habían terminado allí: Catherine con el fastidio pintado en el rostro, y él, bueno, él “engordando el ojo”. Porque sí, podía verla probarse mil vestidos y seguiría sin aburrirse.
—Ese no oculta la barriga —opinó Maya con la ligereza de quien suelta una granada—. ¿Por qué no llevas uno más suelto?
Reinhold contuvo la risa. Claro, Catherine no iba a dejar pasar eso.
—Si bien no estoy interesada en parecer una sardina enlatada, no me molesta que se me note la barriga.
La fulminada de ojos que le lanzó a Maya habría hecho temblar a cualquiera, menos a Maya, que parecía inmune a todo. Ambas lo miraron después, como si él fuera el juez imparcial de aquel duelo verbal.
Magnífico.
—Ese vestido te queda precioso, Cath —dijo con toda sinceridad.
Maya resopló con la gracia de un dragón exhalando humo.
—Claro que te parece precioso, eres su novio.
Reinhold arqueó las cejas, ofendido.
—Puedo ser objetivo.
Catherine aprovechó para girar sobre sí misma, acomodándose el vestido.
—¿En serio tengo que usar mangas largas?
—Sí —contestó Maya con tono definitivo—. Todas las damas deben llevar un vestido distinto y, por faltar a todas las reuniones, a ti te tocaron las mangas largas.
Catherine bufó, claramente resignada.
—Este cuello me asfixia.
La vendedora, que había esperado demasiado para intervenir, decidió abrir la boca.
—Tenemos uno más escotado, si quieres probarlo.
—Sí, por favor —respondió Catherine sin dudar.
Desapareció junto a la vendedora hacia el probador y Reinhold, ahora a solas con Maya, se quedó mirándola con cierta curiosidad.
—¿Ansiosa por casarte? —preguntó, buscando suavizar el ambiente.
Los ojos de Maya brillaron con sinceridad.
—Sí, llevo soñando con esto desde que conocí a Nathan.
Bueno, al menos no era un monstruo despiadado. Aquella mujer, que parecía tener como pasatiempo fastidiar a Catherine, estaba genuinamente enamorada. Eso era un alivio.
—¿Y tú piensas casarte con Catherine? —disparó de repente, con ese tonito inquisidor que hacía parecer que lo interrogaba la policía.
Reinhold casi sonrió ante la audacia.
—Sería feliz si me casara con Catherine —respondió con calma—. Pero en este momento hay otras prioridades… como la llegada de Louis.
Maya chasqueó la lengua.
—Será un bastardo.
Reinhold abrió mucho los ojos.
—¿Acaso eso no quedó en el medioevo?
Ella se encogió de hombros, como si le diera igual que la contradijeran. Fascinante. En otro contexto, él hasta podría admirar esa frialdad.
Antes de que la conversación tomara un rumbo aún más incómodo, Catherine salió del probador. Y Reinhold olvidó respirar.
No era un vestido. Era el vestido.
Escotado, elegante, con mangas que caían suavemente dejando al descubierto sus hombros. El tejido se amoldaba a sus curvas con naturalidad, resaltando su silueta y haciéndola ver tan radiante que, por un instante, Reinhold pensó que debía estar soñando.
—¡Me encanta! —exclamó Catherine, con una sonrisa que iluminó toda la sala—. Por el amor de Dios, dime que puedo usar este, Maya.
Maya entrecerró los ojos y comenzó a escanearla de arriba abajo con mirada crítica. Reinhold tuvo que contenerse para no gritar que no podía negarse. Ese vestido había sido confeccionado para Catherine.
—Sí, sí puedes —admitió Maya finalmente—. Es elegante, sensual y… por favor, traigan algo para secar la baba de Reinhold.
Reinhold parpadeó, incrédulo. ¿Lo había delatado? Bueno, sí. Pero en realidad, no importaba. Después de todo, para Maya él era el novio de Catherine, y un novio tenía derecho a quedarse sin palabras frente a semejante visión.
—¿Te gusta? —preguntó Catherine con una mirada expectante, casi traviesa.
—Estás hermosa —dijo él, con más honestidad de la que planeaba.
Ella le sonrió. Y Reinhold sintió que se moría un poquito por dentro. Si no caía fulminado en ese instante, estaba seguro de que lo haría más tarde, cuando tuvieran que compartir habitación y él recordara cómo se veía con ese vestido.
—¡Bien hecho! Ahora ve a quitártelo, tendrán que ajustar el largo —ordenó Maya.
Reinhold dejó de escuchar. Sus pensamientos habían tomado otro rumbo. Se preguntaba qué pasaría si coqueteaba un poco con Catherine. ¿Lo tomaría como parte de la actuación? ¿O lo acusaría de descarado y pondría fin a su farsa? Tal vez se reiría, porque Catherine solía reírse de todo, ligera y relajada. Pero él no quería una risa. Quería que lo viera. Como hombre. Como alguien que la trataría como a una reina.