La salida había sido divertida, Reinhold no podía negarlo. Había algo encantador en caminar bajo el cielo lluvioso de Londres, como si estuvieran protagonizando una escena sacada de una película romántica. Aunque, claro, en las películas los protagonistas nunca terminaban chorreando agua desde el cabello hasta los zapatos. En la vida real, uno no se veía misteriosamente atractivo con la camisa pegada al cuerpo: se veía empapado y tiritando.
Llegó un punto en el que no podían continuar. La lluvia se volvió demasiado intensa, así que avanzaron rápido, casi trotando, con las manos entrelazadas, hasta que por fin entraron al edificio. No se soltaron hasta que estuvieron dentro del departamento.
—Descuida —dijo Reinhold enseguida, viendo cómo el agua goteaba de sus ropas y formaba pequeños charcos—. Yo secaré.
Catherine sonrió, abrazándose a sí misma como si buscara entrar en calor.
—¿Puedes traer toallas?
Reinhold asintió y, antes de ir por ellas, se quitó los zapatos y la sudadera empapada, dejándolos en un rincón. Caminó al baño, tomó un par de toallas grandes y regresó. No se conformó con entregarle una, sino que rodeó a Catherine con ella y empezó a frotarle la espalda y los brazos para secarla.
Ella rio, divertida, pero no lo apartó.
—Podría acostumbrarme a esto —murmuró ella.
Él arqueó una ceja, intentando mantener la compostura.
—¿Quieres que prepare té?
—Sí, por favor. Necesito algo caliente.
—Puedes darte un baño mientras tanto. Yo pongo en orden esto —señaló el desastre: ropa mojada, zapatos chorreando y piso brillante de agua.
Catherine lo miró con fingida solemnidad.
—Me da un poco de culpa que hagas todo, pero al mismo tiempo… me encanta que me consientas. —Suspiró teatralmente, como si fuera una actriz de tragedia griega.
Reinhold sonrió, con una chispa traviesa.
—Recuerda que estaré aquí un mes. Puedes usarme como gustes.
Ella lo miró con los ojos bien abiertos, entre divertida y horrorizada.
—No deberías decirle eso a una mujer con las hormonas alborotadas.
—¿Por qué?
—Porque… —se tomó unos segundos para pensarlo—, terminaré gritándote mucho.
Él se cruzó de brazos, aguantando la risa.
—¿Gritándome?
—Gritándote. —Se encogió de hombros—. Son las hormonas.
Reinhold asintió como si estuviera recibiendo una lección universitaria sobre un tema desconocido. La verdad era que no entendía nada de embarazos, ni de hormonas, ni de los cambios de humor que parecían ser tan famosos en esa etapa. Pero la manera en que Catherine lo decía, con esa mezcla de sinceridad y dramatismo cómico, lo divertía demasiado.
—Y antes de que me lo preguntes… —continuó ella, señalándolo con un dedo acusador—. Todo lo que haga en estos cuatro meses será por las hormonas. Sí, absolutamente todo.
Reinhold levantó las manos en señal de rendición.
—Está bien, tienes derecho a vivir estos meses como se te dé la gana.
Ella sonrió con picardía, luego puso cara de niña triste.
—No sé qué voy a hacer cuando te vayas. Vamos apenas dos días de convivencia y ya me acostumbré a tenerte cerca.
Él sintió que algo se le apretaba en el pecho.
—Si después de un mes quieres que me quede, puedo hacerlo.
Catherine rio.
—Tienes que volver al trabajo.
—Bueno, pero siempre hay formas de resolver eso cuando uno es el jefe.
—Tienes un punto —admitió ella, aunque enseguida volvió a encogerse de hombros—. Pero no puedo pedirle a las personas que dejen su vida a un lado así como así. Con que vengas a visitarnos a Louis y a mí cada tanto, yo me sentiré feliz.
—Dalo por hecho —respondió con suavidad.
Entonces Catherine lo abrazó y él instintivamente le besó el cabello. Cuando se apartaron, ella le plantó un beso en la mejilla. Uno breve, cálido, que le calentó el alma.
—Voy a darme un baño, volveré rápido.
—Descuida, tómate tu tiempo.
En cuanto ella desapareció, Reinhold se puso en marcha. Se quitó la ropa mojada, recogió todo lo que había en el suelo y lo llevó a la lavadora. Luego se vistió con una camiseta limpia y unos shorts, antes de secar el piso.
Cuando Catherine reapareció, envuelta en un aroma fresco a jabón y con el cabello húmedo cayendo sobre los hombros, él ya estaba sirviendo el té en la mesa de centro frente al televisor.
—¿Tostadas también? —preguntó ella, con un entusiasmo que parecía infantil.
—Sí, con mermelada. Y corté un poco de fruta. No es lo más sofisticado que te voy a ofrecer, pero cumple la función de alimentar a Louis y, lo más importante, asegurar nutrientes.
Catherine lo miró con ternura, como si aquel gesto hubiese tocado una fibra sensible en su interior.