Catherine abrió los ojos con pereza cuando un trueno, nada demasiado dramático pero lo bastante ruidoso, retumbó a lo lejos. Durante un segundo creyó que solo lo había imaginado, que tal vez era parte de la película que habían dejado puesta de fondo. Pero no, era auténtico.
Se acurrucó un poco más bajo la manta y, en ese gesto, descubrió el verdadero origen de su calidez: no era solo el tejido mullido cubriéndole los hombros, sino el cuerpo de Reinhold, que aún la abrazaba como si sujetarla fuera un asunto de vida o muerte. Catherine sonrió sin poder evitarlo. ¿En qué momento había reunido el descaro para pedirle semejante cosa? Todavía no lo sabía. Lo cierto era que había funcionado de maravilla, porque se sentía renovada después de esa siesta improvisada.
Lo alarmante, en cambio, era la posibilidad de que quisiera repetir el abrazo cada día. ¿Y si él se cansaba? ¿Y si de pronto abandonaba la misión del “novio falso” y la dejaba lidiando sola con su invento? Esa sí que sería una catástrofe digna de película dramática.
Suspiró, aunque solo en su mente: mover el cuerpo habría significado perder un momento precioso. Sin embargo, el idilio tenía fecha de caducidad, y el recordatorio llegó en forma de presión nada romántica en la vejiga. Catherine lo reconoció de inmediato: urgencia fisiológica, cortesía del embarazo. Ya no podía jugar al “aguanto un poco más”.
Con toda la delicadeza del mundo, levantó el brazo de Reinhold que la sujetaba con fuerza sorprendente para alguien que dormía y lo dejó a un lado. Luego se sentó despacio, como si el sofá fuera una cama elástica que en cualquier instante pudiera delatarla con un chirrido. Se levantó finalmente y, antes de caminar hacia el baño, se permitió el lujo de observarlo. Se veía tan relajado, tan cómodo, que un pensamiento fugaz la atravesó: ¿y si se quedaba más tiempo? ¿Un mes más? ¿Un año? ¿Toda la vida?
Bueno, quizá estaba exagerando. Sí, era eso. Exageración hormonal.
Ah, las hormonas. Qué útiles eran como comodín: culpables de los antojos, de las lágrimas repentinas, de los abrazos pedidos sin vergüenza. La vida era más sencilla si se les podía culpar a ellas.
Se metió al baño y cumplió con su urgencia, agradecida de que Reinhold siguiera dormido y no hubiese presenciado su huida. Unos minutos después salió con paso tranquilo, acariciándose la barriga mientras pensaba qué cocinar. Había que alimentar no solo a Louis, que se había convertido en el verdadero dictador de su cuerpo, sino también a Reinhold, quien había viajado a Londres también a devorar cultura… y comida, sobre todo comida.
Tal vez debería prepararle algo exageradamente inglés, pensó. Una cena con roast beef, gravy, papas y vegetales, como si estuviera intentando impresionar a la reina. O un shepherd’s pie, que tenía menos glamour, pero no por eso era menos delicioso. Aunque, considerando la hora y el clima, quizá lo más sensato sería algo reconfortante, un plato que los abrazara tanto como el sofá. Mientras seguía desarrollando más ideas gastronómicas, lo vio moverse.
Reinhold se desperezaba como un gato recién despertado. Cuando la miró, su voz salió con una mezcla de reproche y diversión.
—Me abandonaste.
Catherine rio.
—Lo siento, fue una siesta espectacular, pero necesitaba ir al baño.
Él arqueó una sonrisa y se incorporó.
—Cierto, fue buena. Hacía mucho no dormía tan bien.
Ella se echó un mechón de cabello hacia atrás con gesto de falsa modestia.
—No es por presumir, pero soy una gran compañera de siestas.
—Acabo de comprobarlo.
Otro trueno resonó en la distancia, como si quisiera sumarse a la conversación. Catherine se encogió de hombros.
—No te preocupes. Mañana habrá sol y podremos pasear.
—¿Tú crees?
—Confía en mí. Estoy tan segura que te prometo un desayuno al aire libre.
Él sonrió, convencido.
—Está bien, no puedo desconfiar de alguien que conoce el clima inglés tanto como el servicio meteorológico.
Catherine levantó la barbilla con fingida solemnidad.
—Excelente. Entonces, ahora voy a cocinar antes de que Louis se ponga de mal humor.
—¿Te ayudo?
—No, solo hazme compañía en la cocina.
—De acuerdo, pero déjame lavarme la cara primero. Todavía no consigo despertarme del todo.
Ella sonrió, divertida.
—Es un día para la pereza, ¿no? Me gustan los días lluviosos porque no siento culpa de no hacer nada.
—Mi psicóloga decía que no debía ser productivo todo el tiempo —comentó con calma—. Me costó meses entenderlo.
—¿Psicóloga? ¿Haces terapia?
—Hacía. Fueron diez años de psicoanálisis hasta que me dieron el alta. La última sesión fue hace casi seis años.
Catherine parpadeó un par de veces, intentando procesar la cifra. Diez años. Una década entera. Ella ni siquiera había aguantado diez semanas seguidas de clases de yoga, y eso que prometían paz interior y un trasero firme.
—Wow. Eso es mucho. ¿Puedo saber por qué ibas?