El amor duele. Amarlo duele. Y duele aún más admitirlo.
Me ha hecho tanto daño, me destrozó tanto que aún puedo sentir los cortes en mi piel. ¿Por qué me dejó? Sigo sin comprenderlo. ¿Será que no valgo lo suficiente? ¿Una venganza fue más importante que el amor que sentía por él?
Regresé a casa después de un mes. Al parecer, la herida de bala no fue tan profunda como para matarme ¿Pero y mi corazón?, ¿aquel viejo agujero tampoco es muy profundo?
Durante estos días, preguntas como esas han atormentado mi cabeza. Surgen sin parar. Y ninguna tiene respuesta.
Damián se culpa constantemente y no deja de disculparse en cada momento a solas. Ya le he dicho que no es culpa suya. La decisión la tomé yo. Decirle eso solo lo hace peor, pues es cuando nos herimos mucho más.
-¿Por qué lo hiciste?- me preguntó hace algunas noches. Por dentro, él ya lo sabía. Es mi mejor amigo, cómo podría no descubrirlo. Me conoce casi tanto como lo hace otra persona. Pero al igual que yo, se aferró a una mínima esperanza de que mi respuesta fuera otra.
-Porque aún lo amo- le contesté con las lágrimas que lentamente hacían su camino por mis mejillas.
Esa fue la primera vez que me permití reconocerlo. Dejé de mentirme y acepté la verdad. Nunca paré de amarlo y aunque intenté con locura borrarlo de mi alma, eso nunca sucedió. Nunca me liberé de Elio.
¿Y qué hago ahora? ¿Cómo respiro ahora que finalmente reconozco que lo necesito? ¡Cómo voy a sobrevivir nuevamente! Mi maldito atormentador se marchó. Me abandonó como si no valiera nada. Lo hizo de nuevo. Damián me contó que se fue sin importarle lo que sucediera conmigo. Cuenta que ni siquiera mi sangre lo conmovió.
La agonía me vuelve a consumir y me rompo sobre la almohada que ya ha soportado muchos sollozos llenos de frustración por no poder olvidar al hombre que tanto daño me causó. Cierro los ojos y mi pecho se aprieta mientras las horas pasan.
El dolor de un pinchazo en mi cuello me despierta desorientada. Pronto el miedo altera mis latidos. Trato de visualizar a mi alrededor, pero la oscuridad de la noche me impide lograrlo. Hasta que siento unos labios en mi cuello, en la misma zona donde sentí el dolor.
–¿Lista para irnos, pajarito?- susurra sobre mi oído. Su mano toca mi cintura con confianza y acaricia sobre la tela que le impide sentirme completamente. Los besos se extienden y besan a su antojo mi piel expuesta. Desearía voltear y enfrentarlo, pero no puedo. Primero, porque mi cuerpo está extraño y a medida que los segundos pasan lo está mucho más. Y segundo, porque realmente no quiero. Sus brazos asesinos me traen la paz y caos que muy a pesar, amo demasiado.