Dentro del rincón más oscuro del conventillo, se ocultaba un pequeño cuarto, una capilla secreta que había permanecido invisible para todos los actuales residentes. Los pasos resonaban con eco en la oscuridad mientras una figura encapuchada avanzaba sigilosamente, y el aire se llenaba de un frío que calaba hasta los huesos. Las sombras danzaban en las paredes, como espectros que susurraban secretos de antaño.
Esta figura tenebrosa era escoltada por dos niñas, Martina y Carmen, cuyos ojos brillaban con malicia, sus risas ahogadas en un eco inquietante. La atmósfera en esa capilla secreta era asfixiante, y el aroma a incienso y humedad se mezclaba con un hedor a podredumbre. La energía oscura que saturaba el lugar parecía palpable, como si las mismas sombras se resistieran a ser despejadas por la luz.
Al ingresar a la sala, la muñeca, ahora encarnada en un cuerpo humano, se encontró con una visión aterradora. El padre Ignacio, con los ojos cerrados en una plegaria desesperada, estaba arrodillado junto al cuerpo inerte del padre Manuel, que yacía sobre una superficie fría y dura.
Al entrar en la sala, la muñeca, ahora encarnada en un cuerpo humano, se topó con esta escena. El padre Ignacio, con los ojos cerrados en una plegaria desesperada, estaba arrodillado junto al cuerpo inerte del padre Manuel, que yacía en una superficie fría y dura. La escasa luz de la vela, arrojando destellos intermitentes sobre la escena, y el silencio se rompía únicamente por el gemido del viento que se colaba por las rendijas de las ventanas.
El padre Ignacio, ajeno a la presencia de la muñeca, continua con sus plegarias al cielo, suplicando una ayuda divina. Carmen y Martina se le acercaron sigilosas, con sus dedos gélidos, apretando su cuerpo, sus risas inocentes convertidas en murmullos infernales. El ambiente se llenaba de angustia y desesperanza, al filo de la demencia, como si las paredes fueran a aplastar a los que allí estaban.
La figura encapuchada, conocida como Clara, se rió con un eco escalofriante que parecía llenar la habitación. Su voz era melodiosa pero distorsionada, y resonaba en los oídos de todos los presentes como un canto de pesadilla.
—Oh, padre Ignacio, tanto tiempo sin vernos—. ¿Has estado rezando por nosotros? ¿Por la salvación de tu amigo? —dijo Clara, con una sonrisa que destilaba burla y crueldad—.
El padre Ignacio abrió los ojos, llenos de miedo y asombro, al ver a Clara y a las dos niñas, que lo sostenían con fuerza. Sus palabras eran un susurro tembloroso.
—Clara, por favor, déjalos en paz. No tienen nada que ver con lo que ocurrió hace tanto tiempo—.
Clara soltó una carcajada que hizo eco en la sala oscura. Se acercó a Carmen, que la miraba con una sonrisa, y le pasó la mano por la mejilla.
—Oh, padre Ignacio, no has cambiado en absoluto. Sigues pensando que puedes salvarlos. Pero su destino ya está sellado—.
La habitación parecía encogerse, como si las paredes se cerraran sobre ellos. La atmósfera estaba tan cargada de oscuridad que casi se podía tocar.
El padre intentó liberarse del agarre de Carmen y Martina, pero sus fuerzas parecían drenarse a medida que luchaba. Clara se acercó a él, su rostro oculto bajo la capucha.
—Sacerdote, no eres rival para nosotros. Hemos estado esperando durante mucho tiempo este momento. No puedes salvar a nadie. Tu fe es inútil aquí—.
El padre Ignacio miró a su alrededor, desesperado. Sabía que estaba atrapado en un rincón oscuro de la historia del conventillo, y no había escapatoria. Observó a la muñeca, ahora en su nuevo cuerpo, con ojos llenos de miedo y angustia. La situación parecía sin esperanza, y la oscuridad se cernía sobre ellos como un manto eterno.