Me encontré en medio de la penumbra, encerrado en una habitación oscura del conventillo. Mi mente luchaba por comprender cómo había llegado a este lugar, lejos de la sagrada capilla donde había estado rezando. Una pregunta martilleaba mi mente: ¿Cómo era posible que estuviera aquí?
Pero cuando me reuní con Martina, supe que algo andaba mal. La niña estaba llorando y temblorosa, su voz entrecortada mientras me decía que Carmen y Lucía estaban en peligro. Mis ojos se posaron en Martina.
La niña estaba en un rincón de la habitación, temblando y sollozando. Sus lágrimas resplandecían en la penumbra como pequeñas estrellas de tristeza. Su mirada perdida y asustada me decía que algo iba terriblemente mal.
Me apresuré a arrodillarme a su lado, mi corazón lleno de preocupación. Le pregunté con voz suave. –Martina, ¿qué ha ocurrido? ¿Cómo es que estamos aquí?–.
La niña sollozó con más fuerza, sus palabras entrecortadas por el llanto. Entre sollozos, logré entender que Carmen y Lucía estaban en peligro, pero las explicaciones de Martina eran confusas y atemorizantes.
Me puse de pie, mi mente luchando por comprender la situación. Si mis amigas necesitaban ayuda, no podía quedarme inmóvil. Pero cuando me dirigí a la puerta para salir en busca de Carmen y Lucía, un sonido sordo resonó a mis espaldas. La puerta se cerró de golpe con un estruendo inquietante, dejándome atrapado en la habitación.
Miré a Martina, y su expresión había cambiado por completo. Aquella niña asustada y llorosa ahora tenía una sonrisa siniestra en el rostro. Me di cuenta de que había sido llevado a una trampa, una artimaña de las sombras que aún acechaban el conventillo.
La angustia se apoderó de mí. Había caído en una emboscada, y mi destino se volvía cada vez más incierto. Las sombras del Pasaje Maldito aún guardaban secretos oscuros, y yo era su prisionero una vez más.