La habitación en la que me encontraba era un pozo sin fondo de oscuridad y silencio, como si el propio Pasaje Maldito hubiera decidido tragarme en su abismo. El frío se filtraba en mis huesos, congelando mis pensamientos y paralizando mi corazón. La desesperación se había convertido en mi única compañera en ese lugar inhóspito.
Mis rezos resonaban en la penumbra, pero sentía que caían en oídos sordos. ¿Había sido abandonado por la divinidad que había servido toda mi vida? El miedo se apoderaba de mí, y cada sombra que se movía en la habitación me hacía saltar de temor.
No sabía cuánto tiempo pasó en ese estado de agonía. Cerré los ojos con fuerza, intentando recordar los momentos felices en el conventillo, la risa de los niños, las historias junto al fuego. Pero la oscuridad había sofocado esos recuerdos, convirtiéndolos en sombras lejanas.
El silencio era total, sólo interrumpido por mis propios sollozos y susurros de plegarias. Las sombras se movían alrededor de mí, como entidades vivas, burlándose de mi desamparo. ¿Qué destino me aguardaba en esta prisión de oscuridad?
Repetía el nombre de Lucía en mis oraciones, rogando que estuviera a salvo, que la luz la guiará a través de la pesadilla que nos había atrapado. Pero en mi interior, sentía un temor cada vez mayor de que no lograría liberarlas.
La impotencia me envolvía, y mi fe se tambaleaba en la penumbra. ¿Había alguna esperanza en medio de esta oscuridad abrasante? Mis rezos se habían agotado, y solo me quedaba el eco sordo de mi propia voz en el silencio frío.
Las horas pasaron, o quizás fueron días. Perdí la noción del tiempo en ese rincón maldito del conventillo. Cada minuto era una eternidad, cada sombra un recordatorio de mi impotencia. Las lágrimas habían secado en mis mejillas, y la desesperación había erosionado mi espíritu.
Pero en medio de la negrura, una chispa de esperanza se encendió en mi corazón. Recordé las palabras del Padre Manuel y su lucha incansable contra la maldición que asolaba el Pasaje Maldito. Aunque me sentía perdido en la oscuridad, debía encontrar una manera de seguir su ejemplo y descubrir la verdad detrás de este mal que amenazaba a todos nosotros.
La maldición del Pasaje Maldito seguía siendo un enigma que debía resolverse, y estaba decidido a desentrañarlo, sin importar los peligros que me acechaban en las sombras. En ese momento, mi fe vacilante se convirtió en una determinación férrea. En algún lugar de este laberinto de oscuridad, debía hallar la clave para liberar al conventillo.
La lucha continuaba en el Pasaje Maldito, y mi papel en ella aún no estaba claro. La oscuridad podría haberme engullido temporalmente, pero no me rendiría ante sus garras. Mi mente estaba llena de interrogantes y mi corazón de esperanza, y estaba dispuesto a enfrentar lo que fuera necesario.