Lucía sintió un escalofrío recorrer su cuerpo cuando las puertas de la iglesia se cerraron con un estruendoso golpe. El sonido reverberó por las paredes, llenando el espacio sagrado con una ominosa sensación de claustrofobia.
Las voces, etéreas y desconcertantes, la llamaban desde las sombras, susurros que danzaban en el aire como ecos distorsionados. Cada llamado, cada invocación de "hermana", se clavaba en su mente, desafiando su cordura.
Trató de avanzar hacia la salida, pero un invisible muro la detuvo. Las puertas, que segundos antes habían estado abiertas, ahora estaban selladas, como si el edificio mismo se hubiera convertido en una trampa para ella.
El ambiente en la iglesia se tornó aún más oscuro. Las velas parpadeantes proyectaban sombras retorcidas que se alzaban en las paredes y el suelo, una danza macabra que parecía tener vida propia.
En medio de la penumbra, una nueva figura emergió de las sombras. No era ni Clara ni Sofía, era la tercera muñeca. Su presencia emanaba una melancolía que envolvía la habitación, como si cargara consigo los lamentos de un pasado olvidado.
Esta nueva muñeca, que sostenía una rosa marchita en su mano rota, se acercó a Lucía con un movimiento lento y pausado. Su vestido desgastado y su rostro de porcelana mostraban signos de antigüedad y desgaste, como si hubiera existido a lo largo de los siglos.
Con una voz suave pero llena de resignación, la muñeca se presentó: "Soy Elena". Las palabras resonaron en la iglesia, llevando consigo un aire de tristeza y desesperanza.
Lucía, abrumada por el terror y la confusión, retrocedió, sintiendo que cada pulgada de la iglesia se cerraba sobre ella. Sus pensamientos se mezclaban con las voces que la llamaban hermana, una cacofonía de susurros enloquecedores que la aturdían.
Con un esfuerzo, intentó encontrar una salida, pero las puertas seguían cerradas, negándole la libertad. Se refugió en una esquina, observando con temor a la muñeca Elena, mientras la sensación de estar atrapada en un sueño oscuro se intensificaba.
El silencio se apoderó de la iglesia, roto únicamente por las risas distantes de niños, un eco fantasmal que flotaba en el aire, aumentando aún más la sensación de inquietud y desasosiego.
Elena, la muñeca antigua con su rosa marchita, permanecía en su lugar, una presencia etérea en la vasta oscuridad de la iglesia. Las sombras parecían converger a su alrededor, como si estuviera conectada de alguna manera con la misteriosa opresión que envolvía el lugar.
Así, en medio del escenario de la iglesia, Lucía se encontraba sola con Elena y las voces susurrantes, presa en un enigma que desafiaba toda lógica y cordura, una pesadilla de la que no podía despertar.