El pecado de la condesa de Malibrán.

Blanca Beatriz del Real y Herrera.

Capítulo  cuatro. 
Blanca Beatriz del Real y Herrera. 
El Queco como fiel gallo mañanero, era el que se encargaba de despertar a las señoritas de aquella pensión con sus ladridos, incluso los sábados y domingos que era cuando lo callaban con sus protestas, pero no aquel martes de Febrero, las 16 chicas se levantaron para alistarse para ocupar el baño, algunas por turnos porque 6 de las habitaciones tenían baño adentro, pero no tenían problemas porque Adelina se encargaba de supervisar muy bien los tiempos y de que todas estuvieran listas para cuando pasara el transporte por ellas, a algunas ella misma las llevaba, pero como Romaia y Érika tenían su propio auto, nada más se encargaban de pasar por Pamela para dirigirse al colegio, donde ya la noticia de la operación balcón había comenzado a correr, siendo confirmada por las chicas que orgullosas mostraban la foto de Gael Domínguez, su última víctima. 
Las clases pasaron sin novedad como todos los días y cerca de las 2 de la tarde; Romaia ponía en el buzón de la oficina de correos la carta con las dos fotos, ya con sus debidos timbres y los datos de remitente y destinatario. 
 - ¡De seguro va a tardar como un año en responder! –dice Érika. 
 - ¿Si verdad? Ni las fotos que le mandamos, se van a desperdiciar.  –contesta Romaia. 
Y se dirigieron hacia la pensión como todos los días para hacer sus tareas, pero con la movilidad que les daba el auto decidieron darse una vuelta por la playa, no sin antes avisarle a Adelina por medio de un teléfono público, de que iban a llegar un par de horas tarde. 
 -Se me antoja una botella de Bacacho. 
Dice Pamela refiriéndose a un vino blanco muy popular de la época. 
 -Ay Pomela, Pomela; ¡Espérate hasta el viernes! Acuérdate que el Queco es bien chismoso, y de volada le dice en ladridos clave a doña Adelina cuando nos detecta aliento alcohólico, y ya nos la sentenció.              –dice Romaia.  
 -Ay Pomaia, Pomaia; Si nos la sentenció fue porque tú te pusiste hasta la madre de ebria, y le tumbaste sus macetas con la Caribe cuando entraste al garaje, no porque el Queco te haya delatado. 
 -Y Èbrika se vomitó. –dice Romaia apuntándola. 
 -Esa vez no sé si le molestó más lo de las macetas, o porque fuimos a la mansión de la condesa de Malibrán, pero si volvemos a llegar ebrias o por lo menos con aliento alcohólico, va a hablar con mis papás para que me quiten el carro, así que quítate de antojos y esperémonos hasta el viernes mejor. 
Pasaron a dejar a Pamela y las chicas llegaron a la mansión Román sin novedad, ya pasadas las 5 de la tarde, como habían comido algo de cocos y piñas de las que vendían en los puestos de la playa, pues decidieron esperarse hasta la hora de la cena para volver a comer.  
La cena era puntual de 8 a 9 de la noche, pero si alguien llegaba tarde pues se podía servir sin problema, pero tenía que lavar los platos de todas, y ya cuando estaban todas reunidas en el amplio comedor; Adelina les dijo. 
 - ¡Espero que no hayan ido a la mansión de la Condesa de Malibrán otra vez! Ya que andaban por esos rumbos. 
 - ¿Cómo cree doña Adelina? ¡Además esa mansión me da miedo! Dicen que usted se sabe muy bien su historia; ¿Podría contárnosla para que sepamos de una vez todas nosotras porque no quiere que vayamos? 
 - ¡Claro que podría, pero no! Además; ¿Para qué quieren saber la historia de esa mujer una bola de escuinclas idiotas como ustedes? 
 - ¡Pues para ya no ir! Se cuentan cosas terribles de esa mansión, pero nadie sabe la historia como usted. –dice Érika. - ¡Ándele que nada le cuesta! 
Adelina no tenía ni la más mínima intención de contarles la historia al grupo de colegialas que la escuchaban atentas y ansiosas, pero en ese momento un apagón muy común en aquella ciudad se suscitó, y en lo que encendía los lujosos candeleros con los que esperarían a que regresara la luz, les dijo, ante la insistencia de las colegialas que no tenían nada mejor que hacer en esa ocasión que escuchar un cuento de terror, en lo que se restablecía el servicio eléctrico. 
 -Si tanto insisten les voy a contar la leyenda, pero al rato no quiero que me estén tocando la puerta porque están oyendo o viendo cosas, me voy a encerrar y voy a hacer como si no existieran. 
Las chicas se miraron sobrecogidas ante el macabro ambiente, creado por la luz de las velas en el amplio comedor con la decoración antigua. 
 -Se cuenta que a principios de siglo XIX, llegó a Veracruz una visitante muy singular que causó curiosidad y admiración; ella llegó acompañada de clase, belleza y lujo, se sabía que era esposa de un Conde español que frecuentemente se ausentaba de casa por prolongados viajes de negocios y asuntos de la corona española; su mansión era la más grande y lujosa del puerto y  fue conocida como la mansión de Malibrán y su esposa que se llamaba Blanca Beatriz del Real y Herrera, como: La condesa de Malibrán. 
El ambiente se había tornado macabro ante las penumbras de la luz de las velas, y más con los ladridos y aullidos del Queco, que parecía que disfrutaba haciendo más macabro el ambiente en aquella oscura noche, ideal para contar cuentos de terror.  
 -En ese tiempo al igual que ahora, a Veracruz llegaban continuamente embarcaciones de todas partes del mundo, y atraída por esta oportunidad, ante la soledad por la ausencia de su esposo, la condesa de Malibrán se dirigía en su lujoso carruaje hacia los muelles, para buscar en las tabernas a algún visitante que fuera de su agrado y así, invitarlo a su casa para departir con ella, algunas veces sola, y otras en alguna de las fiestas fastuosas que hacía en su mansión, cuando el Conde se encontraba fuera.  
 -Se dice que las fiestas eran muy animadas, que se invitaba a muchas de las personalidades de la élite de Veracruz y que comúnmente duraban hasta el amanecer, y ya con el Sol saliendo, la gente se retiraba a sus casas en sus lujosos carruajes y algunos eran invitados a sus lujosas habitaciones, así como los esclavos a sus barracas y así, la Condesa podía pasar un tiempo a solas con su acompañante en turno, sin embargo, esa era la última vez que se le volvía a ver al joven, pues pasados los días ya no se volvía a saber nada de él.  

 




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