Era ya de madrugada cuando Poldo estaba sentado en uno de los asientos de la peluquería, aun sin abrir, tomando mates amargos y escuchando en la radio una estación local de comunicados y, por supuesto, de música folclórica. Mates, folclore y una mañana fresca, cualquiera estaría satisfecho. El locutor de la radio informó que la temperatura era de unos 13°C, recomendando salir con abrigo para evitar contraer un resfriado, y luego puso una cueca cuyana bastante enérgica para terminar de despertar a los oyentes.
Poldo durmió poco aquella noche. Sin dudas, de haber tomado cerveza, como es habitual, se hubiese evitado malos sueños y horripilantes sensaciones. Al menos durante la noche. Siempre ocupaba el comienzo de la mañana, del día, para afrontar sus perversiones, tratar los pecados cometidos, conversar a solas sobre la moral y excusarse con la mejor de las excusas. Al final encontraba la manera de volver a sonreír, pues su excusa era la felicidad de su moribunda esposa, y cuando ya se sentía listo para tratar con personas y fingir que es un hombre libre de maldad, abría la tienda y se sentaba de nuevo a seguir tomando mates, esperando a que algún cliente cruce la puerta con ganas de gastar dinero para cuidarse el cabello. La sensación de la mañana al abrir la tienda era esperanzadora, esperando con creces y casi con certeza una buena jornada laboral, mientras que por la noche era todo lo contrario. Al final, sin un poco de fe nadie podría levantarse de la cama a hacer algo sabiendo que probablemente poco se haga.
En la eterna espera recordó la fechoría que cometió durante la noche. “¿Soy infiel?”, se preguntaba intentando unir puntos de vista. “No pude ser infiel. Al menos que hacer el amor con un maniquí se considere una infidelidad. Un muñeco es un muñeco y ya. Un juguete.”, de una y otra forma debía convencerse de que era un hombre de buena moral y respetuoso ante el sagrado matrimonio. “Hasta que la muerte los separe”, dijo en voz alta luego de cebarse un mate. La parecía irónico y hasta anecdótico. “Hasta que la muerte nos separe… hasta que un muerto nos separe”, dijo seguido de una fuerte y rasposa carcajada. Comenzó a toser fuerte en el instante en que el primer cliente cruzo las puertas. Hora de trabajar, no queda otra. Maldita sea la vida que toca. Trabajar, trabajar y trabajar solo por monedas.
—Buen día, Poldo— dijo el cliente, un anciano jubilado y canoso, al entrar y dejar su sobrero sobre el espaldar de uno de los sillones rojos solo para clientes exclusivos—¿Como te trata la mañana?
Poldo odiaba esa pregunta, nunca sabía que responder, porque si optaba por una respuesta sincera el cliente podía afligirse y marcharse dando una excusa sonsa pero eficiente e ir a otra peluquería donde no terminen perturbados. Lo único que respondía era que estaba bien, como cada mañana, y que los mates amargos en la madrugaba le alegran el día, agregando, además, que su esposa se encontraba bien. La respuesta sincera se la daba a sí mismo y en su mente. «Hola, estoy fatal. Mis ingresos están debajo del sueldo mínimo establecido, mi esposa está muriendo poco a poco y no hay nada que yo pueda hacer, más que ver como se desintegra en mi cama, en nuestra cama y tengo en un cuarto a más una mujer pelirroja muerta». Decir que violo a una mujer muerta no se lo decía ni a sí mismo, aun creía que podía seguir siendo una persona civilizada, al menos bajo la luz del sol.
El cliente pidió el mismo corte de siempre. Solo recortes de mechones largos que rompen la simetría del peinado con la cabeza. No hablaron mucho, solo hicieron comentarios sobre la liga de futbol nacional, hablaron de lo bien que juega el River Plate de Gallardo y lo mal que juega su eterno rival. Luego, como cada ciudadano promedio, y casi como ritual, criticaron al gobierno regente, a sus malas políticas y como la Argentina iba de mal en peor. Era la primera hora del día y los temas de conversación terminaban rápido, no obstante, ambos necesitaban hablar con alguien desde temprano para no sentir la soledad en lo que resta del día. Poldo se preguntaba si ese miedo a la soledad era normal en los ancianos o solo le ocurría a él, como si fuese una especie de maldición, maldita maldición. Una vez que termino de mejorar el peinado al cliente, este se miró en el espejo con detenimiento, buscando algún mechón suelto que el peluquero no haya visto, pero como vio todo en orden se puso de pie, le dio la mano y las gracias a Poldo, quien respondió con el mismo respeto, y luego pagó la cuenta. Poldo agarro el billete y lo metió en su bolsillo sin siquiera mirarlo. Pudo ser falso o de otra valoración y nunca se darse cuenta, pero la confianza en el cliente debe ser inquebrantable o estos no volverían a cruzar la puerta de su peluquería.
Poldo volvió a sentarse en el mismo lugar de siempre y siguió tomando mates, esta vez con el agua tibia. Tomar mates con agua tibia es un pecado cultural, pero a veces solo hay que hacerse los desentendidos. «Agua tibia o agua que no quema la lengua». Estuvo tentado por el capricho de una cerveza e ir a comprar una con el dinero recién ganado, pero solo un loco o un desesperado toma en la madrugada. Los que van en contramano hacia la muerte. Esperar, había que esperar a otro posible cliente. Un cliente por hora, dos por hora, cinco por hora o uno en toda la mañana… son las complicaciones de llevar un negocio propio. Ya estaba acostumbrado a la conversación de cerrar el negocio e intentar con otra cosa, pero era lo único que sabía hacer, según él, y también lo único que quería hacer. Veía muy lejos su jubilación, y si pensaba en ello daba por hecho que iba a seguir trabajando como siempre para poder pagar las cuentan y vivir al menos un poco cerca de la dignidad. Al estado le importan poco los ancianos, no les importa si tienen para los medicamentos o para comer. En fin, desde siempre supo que nunca podía depender del estado ya que solo le esperaba una gran miseria. Debía valerse por sí mismo, y a eso se dedicó desde que cumplió la mayoría de edad.