El peluquero

3

Eran casi las seis de la tarde cuando la chica de cabello rubios y largos que Poldo vio en la mañana entró a la peluquería con una sonrisa que iluminaba a cualquiera.

—¿Se encuentra su esposa disponible para que me haga unos retoques? —preguntó mientras disfrutaba la sorpresa del anciano que estaba sentado en su asiento sin hacer nada —. Vio, le dije que iba a volver.

Poldo no lo podía creer. La rubia de cabello hermoso entró a su peluquería. Miro hacia el techo, apuntando al cielo y agradeciendo a dios por haberle cumplido el deseo. De inmediato se puso de pie y empezó a reír mostrando lo encantado que estaba por verla.

—¡Querida! —dijo como si la conociera desde hace tiempo—. Ya me preguntaba yo si ibas a aparecer en algún momento…

—Aparecí en buen momento —interrumpió señalando la ausencia de clientes.

—Gracias a dios, ya me estaba quedando dormido sentado —dijo seguido de una risa coqueta y amistosa, mostrando un poco de vergüenza. —. Adelante, tome asiento —indicó señalando el lugar mientras se colocaba el delantal.

La rubia de pelo largo siguió las indicaciones y no pudo evitar verse extrañada cuando lo vio dispuesto a ser quien le iba a cortar el cabello.

—¿Usted también hace cortes femeninos? —preguntó, ahora con una sonrisa de picara —. ¿Su esposa lo deja?

—Mi esposa me ha enseñado bien —respondió al instante —. Pero si desconfía de mi talento puedo llamarla para que venga y la atienda a usted.

La rubia no sabía que decir al respecto. Quedó atrapaba en la telaraña como muchos consumidores ante un buen vendedor. Decir que no quería era lo mismo que decir que desconfiaba de sus habilidades como peluquero. No se sentía cómoda en ese momento, pero lo que menos quería era ofender de ninguna manera. Además, se dijo, después de tantos años de experiencia de seguro le ha cortado el pelo a todo tipo de personas. Un buen peluquero, por lo general, no hace cortes que no sabe hacer. Pero a veces la necesidad de tener plata en los bolsillos hace a cualquiera ser habilidoso en cualquier cosa, por más que sea la primera vez.

—No tengo tiempo para esperar, la verdad—dijo la rubia, observando como Poldo se colocaba el delantal con toda la confianza del mundo —. Así que usted será mi peluquero, si es que aún tiene ganas.

—Pero querida… hay que ganarse la vida, y la vida solo se gana trabajando y trabajando hasta que a uno no le dé más el cuerpo.

La rubia reía por las palabras del peluquero. Ostentaba un tono particular, bastante canchero y amistoso. Agradable como primera impresión.

—¿Usted es de este pueblo? —preguntó la rubia.

Poldo estaba preparando las tijeras, el rociador y la mente. Siempre hay que estar preparado mentalmente para cualquier cosa, decía siempre que lo agarraban distraído.

—Nacido y criado.

—¿Sí?

—Pero me extraña que lo dude.

—Disculpe que se lo diga, pero tiene un acento particular. Algo… —hizo una pausa, pensando en cómo decirlo sin ser tan brusca —. Si, algo porteño. No tan local, no sé si me explico.

La rubia se lo quedo viendo fijamente, prestando a cada posible gesto de ofensa. Sabía muy bien que muchas personas, sobre todo ancianas, podían ofenderse ante semejante insinuación de ser de “afuera”, no local, un extraño, un porteño miserable. Poldo, lejos de ofenderse, comenzó a reírse con fuertes y resonantes carcajadas.

—¿Yo, porteño? ¿De la capital?

La rubia solo asintió.

—No querida, ¿De verdad hablo de esa forma?

—Digo que es parecido. Por eso preguntaba.

Poldo seguía riendo sin parar, hasta el punto de comenzar a toser. Un recuerdo le llegó a la mente. Su esposa, cuando viajaban a un lugar donde nadie los conocía, le hacía notar a Poldo que su acento cambiaba cuando hablaba con desconocidos. «¿Por qué te haces el porteño? No te sale.», le decía, a veces entre risas y otras veces indignada. Poldo lo hacía solo para divertirse, además de asegurarle a su amada esposa que le salía muy bien y que la gente pensaba que era un porteño. En una ocasión, cuando visitaron Buenos Aires, cada vez que entraba a una tienda se hacía pasar por Cordobés, pero el tono es tan característico que es fácil notar cuando es una imitación. De tanto imitar el acento, como todo el interior del país llama a los residentes de Buenos Aires, ya era un porteño más. No lo hizo de forma consciente, solo vio a una extraña e intentó ser amable.

—He viajado mucho a Buenos Aires, quizás sea por eso —mintió, cuando en realidad fue solo una vez.

—¿Sí? Mire usted, yo vivo en Buenos aires.

Poldo sabía que debía desviar la conversación de inmediato, porque para llevar una mentira a flote nunca fue bueno. Hay que recordar lo que se dice, y él no era bendecido por el don de la memoria,

—¿A quién ha venido a visitar desde tan lejos? —preguntó mientras se colocaba detrás de la rubia, frente al espejo, listo para cortar el cabello.

—A mis padres.

—¿Los Carrascos? —se sorprendió—. ¿Esteban es tu papa?

—Exacto. ¿Lo conoce?

La rubia tenía un buen cabello. Sin dudas estaba bien cuidado. Olía bien, estaba suave y muy largo. Cabello dorado natural. Poldo estaba impresionado y encantado.



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En el texto hay: amor, violencia, ficcion

Editado: 23.12.2024

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