Otra jornada laboral pésima para Leopoldo. Desde que la rubia se fue, a quien nunca le preguntó el nombre, nadie más cruzó la puerta. Por suerte tenía un par de billetes en el bolsillo para comprar algo de comida y una cerveza. No iba a cometer el error de la noche anterior y prescindir de la bebida que, según su creencia, lo ayudaba a dormir. Cerro las cortinas, metió el cartel que estaba en la vereda, barrió un poco el piso de la peluquería y ya estaba listo para cerrar, dando por hecho que nadie iba a aparecer pidiendo un corte de última hora para poder ir al cumpleaños o velorio de un pariente.
Cuando eran las 21 hs. en punto cerró la puerta con llave y justo antes de apagar la luz, estando a solo centímetros del interruptor, se escuchan golpes suaves provenientes del otro lado de la puerta. Poldo guardó silencio para asegurarse de que no estaba alucinando, pero los mismos golpes suaves volvieron a escucharse. Ya seguro de que había alguien golpeando la puerta, fue hacia ella lo más rápido que pudo. Le extrañaba tener una visita a esa hora, y no se le ocurría quien podría ser. Cuando abrió y vio a la rubia del otro lado sintió que estaba viendo a un fantasma. Era la última persona a quien esperaba encontrar. Pero allí estaba, sonriendo de oreja a oreja. Era tan real que quedó pasmado. La rubia si volvió, y a última hora. Sintió culpa, pero el entusiasmo no le permitió centrarse en ello.
—¡Ha vuelto! —exclamó sorprendido.
—Si, he vuelto —respondió la rubia mientras entraba al local.
—Si le soy sincero, no esperaba volver a verla.
—No sabía si iba a volver, pero tengo ganas de cortarme el pelo—dijo evitando la verdad de su aburrimiento.
Ambos cruzaron unas palabras para romper el hielo del momento. Poldo no sabía que hacer, si conversar un rato o actuar de inmediato antes de que la empatía y el arrepentimiento ganen el juego. Pero antes del debate entre sus dos seres, el humano y el monstruo, se aseguró de cerrar la puerta con llave. Fue cuidadoso y la rubia ni siquiera pudo sospechar el acontecimiento. Ya estaban los dos encerrados con la promesa de un encuentro privado y sin irrupciones.
—¿Ha vuelto su esposa? — preguntó apenas pudo, decidida en irse en caso de recibir una respuesta negativa. Era bastante tarde y notaba a Poldo cansado.
La rubia de pronto tuvo un mal presentimiento al estar a solas con Poldo, una mala sensación que la hizo sentir incomoda… insegura. Eran los ojos, la mirada algo distante y una sonrisa sutil bastante oscura. No sabía si era por el momento, el horario, la presencia de Poldo o las tres cosas juntas. Evitando juzgar sin conocer, no dejó de sonreír y mucho menos perdió la amabilidad. Comenzó a preocuparse cuando notó que Poldo no respondió con rapidez y seguridad, quien sin darse cuenta se quedó mirando fijo al suelo como si fuese una estatua rígida y frágil. Quizás no la escuchó, pensó, pero aguardó en silencio esperando alguna que otra respuesta.
— Por supuesto señorita, ya le he comentado que usted requería de sus servicios — respondió saliendo del trance —. Espere a que vaya a buscarla. Roguemos que se encuentre con ganas…
— Si no, descuide, no hay problema — dijo, esperando a encontrar la mejor de las excusas para irse —. Es bastante tarde y usted ya había cerrado. Puedo volver en otro momento.
— No — atajó Poldo, casi gritando —. Vivimos de esto y le aseguro que ocurre a menudo. Usted espere tranquila y va a salir de acá con un peinado hermoso.
La rubia no supo que responder. A veces los ancianos que son amables tienden a jugar con la empatía ajena, que va de la culpa a la ternura. Así que, ya rendida, se sentó en la silla, frente al espejo, y con una sonrisa sin dientes a la vista esperó en silencio.
Poldo estaba en la cocina de su hogar, atónito y perdido, sin saber que hacer. Ya no había vuelta atrás, pensaba, y solo había una salida. Fue hasta la habitación de su amada esposa, quien dormía como si estuviera muerta o casi muerta.
— Bea… — susurró varias veces mientras se acercaba a la cama.
Estaba drogada con pastillas para el sueño. Estaba dormida. Se sentó a un lado de la cama, le tomó la mano y la acarició con suavidad. Le sonreía a la nada, mientras miraba hacia arriba, a la oscuridad misma. Quizás buscaba a Dios, a un ángel o al pájaro que podría estar volando cerca de las nubes, clamando a cualquiera de ellos por un poco de piedad, de gracia y olvido. La mano de Bea estaba fría como una botella de cerveza recién sacada de la heladera. La muerte estaba cerca, buscando, quizás, la puerta correcta. Deambulando entre ancianos se perdió a través de puertas frágiles y victimas que lo tentaron con una sonrisa, hasta con el deseo de su nombre. La muerte juega con la vida, cada tanto y hasta siempre. Olvido y memoria, la diferencia de una con la otra. Somos menos que polvo de estrellas, siquiera estamos cerca de ser desechos reutilizables. Piedad entre nosotros por un momento o hemos de sucumbir sobre rosas marchitas y espinosas.
La mujer rubia esperaba en el salón, él esperaba coraje y Bea acariciaba la podredumbre. La imaginación no lo ayudaba a reaccionar, el instinto tampoco, el coraje no existía y la empatía perdió la batalla contra el egoísmo. La rubia seguía esperando. No podía seguir esperando. La felicidad de su esposa tenía el tiempo contado y debía ser capaz de sacarla un par de sonrisas antes de no verla sonreír nunca más, ni en sueños y tampoco en el más allá. Sabia como hacerla feliz, entendía, además, que para ello alguien debía ser infeliz. Sonrisas por desgracias o viceversa.