Recordaba su juventud, sus viejos amores, amigos que ya no lo son por diversas razones, familiares que se perdieron con el paso del tiempo, sueños olvidados, anhelos y deseos frustrados, y tantos otros recuerdos que dan toda una vida. Pero, sobre todo, y lo que le dolía en el alma, era recordar a aquel hombre que había imaginado ser cuando era joven. Quedó lejos de las expectativas, a años luz de la sombra de aquel hombre adulto recto y correcto. Se perdió en el camino y sabe con certeza que es responsable de todo. Las decisiones que tomó, las cosas que no hizo por miedo o por vagancia, el tiempo desperdiciado en personas poco placenteras, en amigos vacíos, en vicios que roban energía y paz mental, el miedo al fracaso y la serenidad de una vida sin emociones reales, la falta de coraje para vivir lo que deseaba vivir y todo aquello de lo que se arrepiente, lo transformaron en un hombre con pocas historias, sin herederos, pobre en todo sentido y con la moral derrotada. La persona que venció fue aquella que se vio cegada por la peor de las soberbias, la intelectual. Todos sus conocidos triunfaban, lograban sus metas mientras él solo era un espectador. No tuvo otra opción más que convencerse de que era el más inteligente de todos, el más sabio, el erudito máximo, actitud que le valió la separación con la sociedad, con su ser mismo. Dejó de aprender, de escuchar, y, en otras palabras, perdió humanidad. De volver el tiempo atrás, le diría a su yo joven que cambie de actitud, que aprenda, escuche, perdone, sea paciente y que deje de caer en discusiones innecesarias para demostrar la debilidad de su ego y la falta de confianza en sí mismo. Le diría a su yo joven que aprenda a cerrar la boca, a aprender a estar solo y rodearse de personas con riqueza vital, olvidar el miedo, animarse a vivir lo propio e ignorar lo ajeno. Lo único que debía hacer era existir en silencio, bajo sus propias ideas, condiciones y sueños. Pero ya era tarde, no se tiene dos oportunidades en la vida. Una vez que se desperdicia, solo queda desperdiciar lo que falta y morir con la dignidad rota.
La degradación de los sentimientos es irreparable y la necesidad de afecto es irremediable. Un poco de juego de palabras para lo que es el idilio del caos. Estaba solo, consigo mismo, y le desgradaba la compañía. Se sentía incómodo con su propia sombra. Era lo que era, y, lejos de aceptarlo, tuvo que aprender a convivir consigo mismo. A ignorar lo detestable. Era un hombre débil con un carácter aún más débil. Vino al mundo a hacer daño, siendo su destino el peor de los destinos. Será despreciado en lo que le resta de vida, y olvidado después de la muerte. El personaje de un mal cuento.
Es probable que todos en algún momento piensen en sus últimas palabras antes de dejar la existencia, de dar el último suspiro. ¿Qué diría cada quién? ¿A quién le dirigirían las palabras? ¿Por qué? Cada quien sabrá sus razones, o al menos tendrán una idea de ello. Muchos, la mayoría, solo mueren y ya, en silencio, sin palabras o gestos. No tienen la oportunidad o tal vez la vida terrenal ha dejado de merecer cualquier tipo de esfuerzo. Son historias sin contar las que se esfuman junto a esos desconocidos espíritus. Una pena.
Poldo se preguntó si su esposa espetó sus últimas palabras o se las llevó al olvido. Le hubiese gustado estar en ese momento. Ni siquiera está seguro de cuando murió. Quizás, se dijo, estuvo hablando con un cadáver durante días, meses o años. El miedo a la soledad lo llevó a tratar con la muerte muy de cerca. Bea estaba en la cama, la rubia estaba tirada en el cuarto de la peluquería. Ya era tarde para hacer el bien, para cambiar las cosas. El que deja de respirar, lo único que puede hacer es prepararse para ser devorado por los gusanos. Era momento de dejar de pensar, de recordar, de reprochar, de abandonar toda nostalgia y deseo, debía volver a la realidad y actuar según lo que esta le presentaba.