Estaba con la rubia y revisó sus documentos. Se llamaba Renata. No tenía cara de Renata, según él. Escudriñó entre las cosas de Renata y vio algo que casi lo hace llorar. Quiso ignorarlo, pero ya no había caso, la curiosidad junto con la certeza no se puede esquivar. Entre tantas chucherías que una mujer puede tener en un bolso, vio una bolsa plástica, blanca, y supo que era de la clínica privada del pueblo. Lo que contenía adentro era reconocible en cualquier parte del mundo. Se trataba de una resonancia magnética reciente. Si, fue un asesinato doble. Renata estaba embarazada. Llevaba solo tres meses. Poldo ya no sabía que pensar ni mucho menos que hacer. Estaba bloqueado, con la mente en blanco. Apartado de la realidad, del presente mismo.
La llevó a la habitación secreta, el lugar favorito de sus víctimas anteriores. Estaba limpio, pero el hedor a muerte estaba impregnado. Ya estaba acostumbrado al aroma, y de alguna forma tétrica le tomó gusto. Postrada sobre la camilla, poco a poco le fue quitando la ropa con ayuda de un cuchillo largo y filoso. Fue descuidado y cortó varias partes del cuerpo de Renata. La sangre apenas si fluía. Al ver la desnudez de la joven Renata, Poldo comenzó a acariciar el cuerpo con suavidad. Estaba tibia, casi viva. La depravación se apoderó de todas sus facultades humanas. Se dejó llevar en una sensación de libertad espiritual plena. La lascivia es la esencia de la humanidad. No pudo evitar darle un beso en los labios. Susurrando, dijo que era una mujer hermosa. Fue claro con el “era”. Estaba consciente que hablaba con un cadáver y que eso le excitaba aún más, se sentía poderoso, creía estar jugando al juego de dios.
— Eres hermosa y suave — dijo en voz alta.
— Gracias, tú eres un buen hombre — dijo con voz aguda, imitando a la de una mujer.
— Claro que lo soy.
Se colocó encima de ella.
— Hazme tuya, por favor. Soy tuya.
— Si es lo que quieres, es lo que haré.
— Hazme otro hijo, por favor, el anterior está muerto.
— Bueno, preciosa, me esforzaré.
A primera hora del día siguiente se escucharon golpes en la puerta de la peluquería. Le pareció extraño, nunca le había ocurrido. Por lo general la gente llegaba cuando abría el lugar. Sin dudas era alguien con urgencias. De todas formas, lo ignoró, y no porque no era hora de abrir, sino porque estaba descuartizando el cuerpo de Renata para hacer desaparecer cualquier prueba. Al principio estuvo frente a un dilema en si quitarle la hermosa cabellera o no, pero al final lo hizo. Quiso darle una razón a su salvajada, a su depravación. Lo hacía sentir menos malo, menos monstruo. Cada quien encuentra paz donde puede.
Los golpes en la puerta no cesaban, se intensificaban a cada segundo. No pudo soportar el misterio detrás de esos incesantes golpes y dejó de hacer su labor. Se quitó el traje manchado de sangre y fue hasta la muerta lo más apresurado que pudo. Le irritaba el golpeteo, casi tanto como el estallido resonante de una gota de agua a la hora de dormir. Fue imprudente, la falta de sueño hizo que se olvidara de un importante detalle.
— Si, ¿en qué puedo ayudarle? — preguntó al abrir sutilmente la puerta.
Del otro lado se encontraba una mujer anciana, la madre de Renata, quien llevaba encima una expresión de extrema preocupación.
— Disculpe la hora, señor Leopoldo, pero busco a mi hija — dijo agitada. Estaba con la mala sensación de que a su hija le ocurrió algo horrible.
— ¿Quién es su hija?
— Se llama Renata. Es joven y rubia. ¿No la habrá visto usted?
— No, lo siento. ¿Por qué?
La voz de Poldo se tornó misteriosa y bastante perversa.
— No ha vuelto a casa y estoy preocupada — dijo con rapidez —. Anoche ha salido de casa y dijo que vendría a su peluquería… no ha vuelto y estoy preocupada.
La señora hablaba y hablaba, en ningún momento vio al espectro detrás de la pequeña abertura de la puerta. Cuando lo hizo, cuando vio a Poldo a la cara, quedó petrificada. La expresión en su cara era de asombro y terror. No quería creer lo que veía y a la vez no entendía lo que debía creer.
— Lo siento, no he visto a nadie — dijo Poldo al notar la brusca y pasmada reacción de la anciana —. No se preocupe, es una joven linda y de seguro ahora duerme en la cama de algún joven afortunado. — remató con frialdad antes de cerrar la puerta.
La preocupación de la anciana trastornó a una difícil certeza. Lo que vio era difícil de confundir, de ignorar y muy difícil de creer. Fue lo más rápido que pudo a su hogar para pensar con claridad y ver que podía hacer. Había mucho que asimilar. Si de algo estaba segura, era que la peluca que llevaba Poldo en la cabeza no era falsa y se parecía mucho a la cabellera de su amada hija. Le perturbaba más el hecho de ver manchas de sangre en el rostro de Poldo, sobre todo en la frente. La intuición maternal es poderosa, algo malo le había ocurrido a su niña.
Por su lado, Poldo estaba confundido por la reacción de su vecina. No era vecina en sí, es costumbre llamar vecino a cualquier persona que viva en el mismo barrio. Cuando estaba sentado en el sillón de siempre, relajando los músculos, calmando los nervios y con ansias de unos mates amargos, se miró al espejo y vio lo que tanto perturbó a su vecina. Pudo entender todo, fue el peor de los despistes. No recordaba haber colocado sobre su cabeza el cuero cabelludo recién extraído de Renata. No lo había limpiado, la sangre caía desde su frente con la idea natural de cubrirle todo el rostro. Estúpido mal hombre, dijo repudiando su existencia. Era parte de la degradación humana, la decepción de cualquier padre. Por suerte sus padres habían muerto hace tiempo. Tuvieron la suerte de no ver el cielo teñido de rojo y negro. De pronto la idea de que su vida ya no tenía sentido alguno lo abrazó con fuerzas y sin la intención de soltarlo. No le daba curiosidad lo que podía ocurrir. Ya no esperaba nada de la vida, y dio por hecho que no era capaz de ofrecer nada más a la vida. Un hombre vacío, sin sentido alguno. Sin sentido en la alegría y mucho menos en el sufrimiento. Indiferente y vacío, como un objeto insípido. Un hombre sin culpa. Un hombre triste, solitario y deprimido. Jamás estuvo cerca de ser el hombre que alguna vez idealizó. No había vuelta atrás, lo vivido ya era un desperdicio. Su única amiga y compañera, quizás hasta su única conexión con la vida, había dejado de existir. Un cuerpo que ya no late es como el ser que pierde el valor de amar, lo único que le espera es la podredumbre. Era hora de dejarse pudrir. De ser amado por la tierra y sus organismos. De abandonar la idea de ser un hombre sin sentido.