Los primeros rayos del sol penetran por la ventana de la cocina, donde José prepara un sabroso desayuno para su hija.
—¡Buenos días, papá! —dice María cuando sale de su habitación— ¿Qué tenemos para hoy?
—Tu preferido. Huevos fritos y tostadas con mantequilla más jugo de naranja.
—!Sabroso!
María se acerca al padre, le da un beso y mientras se seca el cabello con la toalla toma su asiento habitual a la mesa. José termina de freír los huevos, prepara los platos y se sienta junto a su hija.
—¿Cómo va todo en la escuela?
—¿Cómo crees papá —dice María sonriendo—, alguna vez he tenido problemas con alguna materia?
—Sé que no —dice José también sonriendo—, pero el sentido de mi pregunta no era ese. Si no que si tenías algo nuevo que contarme.
María termina de masticar, da un sorbo al vaso de jugo y se queda pensativa para luego fruncir los labios en una leve sonrisa.
—De la escuela no tengo nada que contar pero —dice mirando a su padre—, en la iglesia conocí a un muchacho que me llama la atención y creo que me estoy enamorando de él.
—Debe ser alguien especial cuando ya te tiene cautivada y me lo has dicho tan directamente.
—Sí, lo es.
—¿Y cómo se llama? —dice José y recoge los platos sucios, pero María se los quita de las manos.
—Deja, yo los friego —dice, y se dirige al fregadero—. Se llama Caín, y a pesar de la vida que ha llevado es una persona increíble.
Mientras habla suena el timbre de la casa. Los primeros moderadamente pero los otros de manera desesperada. María hace ademan de ir a atender pero su padre la detiene.
—Continua ahí, que yo atiendo —dice y se dirige a la puerta—. ¿Quién será a estas horas de la mañana?
María continúa la limpieza de la losa y escucha una vez más el irritante sonido del timbre de la casa a los que prosiguen la puerta que se abre y los buenos días de su padre. Pero después de unos segundos se percata que no hay respuesta y todo queda en silencio. Extrañada se gira hacia la puerta donde ve a su padre estático, sin moverse.
—Papá —dice mientras se acerca—. ¿Sucede algo?
José no da respuesta y se gira lentamente. Su rostro denota miedo pero a la vez sorpresa. María lo ve y no comprende porque su padre esta así, y solo logra notarlo cuando percibe la mancha rojiza que hay en su abdomen, una mancha que con rapidez se apodera de la camisa blanca que lleva puesta.
María grita horrorizada mientras ve caer a su padre de rodillas frente a ella y desmoronarse contra el suelo, su miedo, y el horror no la dejan moverse; solo atina a gritar. José ahora está en el suelo, tranquilo, inerte y de él se desprende la vida en un charco espeso y rojizo. María deja de gritar. Con miedo mira hacia la puerta y ve a un muchacho como ella, a este el cuerpo le tiembla y en la mano sostiene con firmeza el arma ensangrentada.
Ella lo observa y cuando ve su rostro se sorprende. A pesar de que tiene la mirada perdida y sus ojos demuestran rabia y odio, lo reconoce. Se trata del joven que hacía solo unos minutos antes ella hablaba con su padre.
—!Caín! —grita María— ¿Qué has hecho?
Al escuchar la voz de María, Caín se sobresalta y sale de su letargo recobrando sus sentidos y su mirada perdida en el espacio se dirige hacia ella, que lo trae a la realidad y deja caer de su mano el ensangrentado cuchillo.
La iglesia esta concurrida como cada fin de semana y todos aquellos que se han acercado a Dios conversan entre ellos antes que comience la misa. Suena la campana y todos los fieles entran a la iglesia. Caín llega al portón acompañado de su hermana menor. La mira a los ojos, le da un beso en la frente y le dice que entre. Ella se desprende de él y con pasos lentos se une a sus compañeros mientras Caín la observa desde fuera.
—¿Aun no te decides a entrar? —dice María con voz muy suave que acaba de llegar.
Caín se gira y la ve muy cerca de él.
—¿Sabes que Dios da el perdón a todos sus hijos?
—¿Crees tú que perdone los míos?
—Claro que sí —dice María agarrándole la mano— ¿Acaso no te has arrepentido ya de tus pecados?
—Sí, lo he hecho —dice Caín y se toca el pecho para estrujar con fuerzas algo sólido que cubre su pulóver—. Pero no de todos mis pensamientos.
—Ven —dice María y lo ala de la mano—. Acompáñame que quiero mostrarte algo.
—Por favor no me obligues —dice Caín con miedo.
—No te preocupes, solo llegaremos a la entrada de la iglesia.
Caín la sigue indeciso. Sus pasos son lentos y pausados como si se retuvieran a tocar suelo sagrado, pero se deja llevar. La mujer que lo incita le parece un ángel y le da seguridad. Mientras camina el ambiente lo envuelve, querubines de piedras le dan la bienvenida, lo baña el aroma de las flores y el coro proveniente del interior de la iglesia lo absorben de su mundo terrenal.
—Hasta aquí llegamos —dice María.