"A veces, lo más cruel no es el abandono, sino la certeza de que nunca te han querido."
Ed Williams nunca prometía nada. No porque fuera un cabrón sin escrúpulos, sino porque entendía demasiado bien lo que significaban las palabras. Prometer era comprometerse, abrir la puerta a expectativas, dejar que alguien construyera castillos en el aire. Y él no tenía tiempo para sueños ajenos.
Pero ella sí.
Cuando se deslizaba entre sus sábanas, cuando su piel buscaba la de él con la urgencia de quien teme perder lo único que tiene, ella quería creer que esto era algo más. Que en la forma en que Ed la miraba en la oscuridad había un rastro de cariño, que en sus besos rápidos y sus caricias sin prisa había algo que podría convertirse en amor.
Pero no lo había.
Para Ed, ella no era más que un respiro en la noche, un alivio momentáneo que nunca pedía más de lo que él estaba dispuesto a dar. No porque fuera insensible, sino porque nunca sintió la necesidad de quererla. No de la manera en que ella quería ser querida.
Y ella lo sabía.
Lo sabía cuando él se giraba después del sexo, dejando caer su brazo sobre la almohada sin buscarla, sin invitarla a quedarse. Lo sabía cuando él encendía un cigarro en silencio, con la mirada perdida en el techo, como si su mente ya estuviera en otro lugar. Y aún así, se quedaba.
Porque el amor, cuando no es correspondido, es una enfermedad lenta. Y ella estaba condenada a enfermarse de él.
El silencio dentro del coche solo se rompía con el golpeteo insistente de la lluvia contra el parabrisas.
Ed mantenía ambas manos en el volante, los ojos fijos en la carretera desierta que se extendía frente a él, iluminada apenas por los faros. El asfalto mojado reflejaba la luz como un espejo distorsionado, y el sonido del agua deslizándose bajo las ruedas le daba un ritmo monótono a su regreso a casa.
Entonces, el teléfono vibró sobre el asiento del copiloto.
No lo miró. Ya sabía quién era.
Vibró otra vez. Y otra. Luego, el tono de llamada rompió la monotonía.
Ed suspiró, sin apartar la vista del camino. La llamada se cortó, pero casi de inmediato volvió a sonar.
—Joder… —murmuró, sintiendo la presión creciente en su sien.
Sabía lo que quería. Sabía lo que iba a decirle. Lo mismo de siempre. Que por qué la ignoraba, que por qué no respondía, que si de verdad no significaba nada para él. No era la primera vez que ella insistía cuando él se alejaba, y tampoco sería la última.
El teléfono dejó de sonar. Segundos después, una vibración corta. Un mensaje.
Ed bajó la mirada un segundo y deslizó el pulgar sobre la pantalla para desbloquear el teléfono. El mensaje de WhatsApp apareció de inmediato.
"No puedes seguir ignorándome. Estoy embarazada."
El aire pareció volverse denso en sus pulmones.
Parpadeó, sintiendo un frío extraño recorrerle la espalda. Sus dedos se tensaron alrededor del volante. Su mente trató de procesarlo, de darle sentido. ¿Embarazada? ¿Ella? No podía ser. No jodidamente podía ser.
Y entonces, la vio.
Una silueta en medio de la carretera. Desnuda. Descalza.
Los ojos de Ed se abrieron de par en par.
No pensó. No tuvo tiempo. Solo reaccionó.
Soltó el teléfono y giró el volante con violencia.
El coche derrapó. Las ruedas perdieron agarre en el asfalto empapado. Durante un segundo eterno, sintió que todo a su alrededor se volvía irreal, como si estuviera flotando en un vacío sin tiempo.
Y luego, el impacto.
El sonido metálico del coche chocando contra el quitamiedos fue un estallido ensordecedor. El impacto sacudió su cuerpo como si lo hubieran lanzado contra un muro.
El mundo se desmoronó a su alrededor en un torbellino de lluvia, cristal y sombras.
La realidad regresó en fragmentos.
Ed sintió primero el ardor en la frente, algo cálido deslizándose por su ceja. Un pitido agudo invadió sus oídos, haciéndolo parpadear con dificultad.
El coche estaba inclinado, con el morro destrozado contra la barrera de seguridad. El aire dentro olía a gasolina, metal quemado y humedad.
Maldijo en voz baja, soltando el volante con dedos temblorosos. Se llevó una mano a la cabeza y sintió la humedad pegajosa de la sangre. Respiró hondo, intentando obligarse a pensar con claridad.
Y entonces, lo recordó.
La vio en la carretera.
La imagen irrumpió en su mente con una nitidez aterradora: la silueta de una mujer desnuda, bajo la lluvia, con la piel pálida y empapada.
Ed se enderezó, ignorando el dolor que le atravesó el costado. Tenia que encontrarla. Asegurarse de que no la había atropellado.
Empujó la puerta con dificultad y salió tambaleándose a la carretera.
El aguacero le golpeó el rostro como agujas heladas. Su mirada recorrió la oscuridad, buscando.
Entonces la vio.
A unos metros del coche, de pie en el arcén.
Era una mujer joven. Su cuerpo delgado y expuesto temblaba bajo la tormenta, pero no intentaba cubrirse ni moverse. Solo estaba ahí, observándolo.
Ed tragó saliva y avanzó con cautela.
—¿Estás bien? —Su voz sonó áspera, casi ahogada por la lluvia.
Ella no respondió.
Su piel estaba llena de moretones. Brazos, piernas, torso… y su cuello.
Ed frunció el ceño. Había marcas en su garganta, sombras violáceas que parecían dedos invisibles apretándola con furia.
—Joder… —susurró.
Ella seguía en silencio. Sus ojos, enormes y oscuros, lo observaban con una intensidad que le erizó la piel.
Ed se quitó la chaqueta y dio un paso más, extendiéndola hacia ella.
—Toma, ponte esto.
Ella no reaccionó al principio. Luego, con una lentitud inquietante, levantó los brazos y dejó que él cubriera su cuerpo con la tela empapada.
Su piel estaba helada.
Un escalofrío recorrió la espalda de Ed.
Editado: 09.03.2025