El Pesar De Las Almas

Capítulo 5: Como un fantasma.

Lía andaba como si flotara.

No porque se sintiera ligera, sino porque nada de lo que estaba viviendo parecía real.

Regresaba a su casa como una extraña.

Iba de la mano de un hombre que le aseguraba ser su padre, pero al que no sentía como tal.

Sus pies tocaron el umbral de la casa y, de inmediato, un niño pequeño corrió hacia ella.

—¡Lía!

El niño, de unos ocho años, la abrazó con fuerza, enterrando su rostro en su cintura como si temiera que desapareciera de nuevo.

Ella se quedó rígida.

¿Cómo se suponía que debía reaccionar?

No recordaba su voz, ni su rostro, ni el amor que ahora sentía en su abrazo.

Pero él sí la recordaba a ella.

Y eso lo hacía más difícil.

Cuando el niño se separó, una señora mayor se acercó.

Era la misma mujer que había visto en el hospital, la que había estado al lado de su padre. Seguramente su abuela.

Le dio un beso en la mejilla, cálido y sincero.

—Bienvenida a casa, querida.

Lía asintió despacio, sin saber qué decir.

Y entonces, unos ladridos la hicieron mirar al suelo.

Dos pequeños perros de tamaño mediano corrían hacia ella, moviendo la cola con entusiasmo, saltando y gimiendo de alegría, como si hubieran estado esperando ese momento durante días.

Como si ella realmente les hubiera hecho falta.

—Son Cooper y Daisy —dijo su padre con una sonrisa amable—. Siempre han estado obsesionados contigo.

Lía se agachó lentamente y extendió la mano.

Los perros no dudaron ni un segundo.

Se abalanzaron sobre ella, lamiéndole los dedos, empujándola con sus hocicos, olfateándola como si quisieran asegurarse de que era la misma.

Ella sonrió, aunque por dentro todo se sintiera hueco.

Porque para ellos, ella sí era la misma.

Pero ella no se sentía igual.

Su padre lo sabía.

Sabía que su hija estaba en casa, pero que al mismo tiempo no lo estaba.

Por eso la guió por la casa con paciencia, mostrándole cada rincón como si lo viera por primera vez.

Todo estaba perfectamente ordenado, aseado, en su lugar.

Hasta que llegaron a su habitación.

—Este sigue siendo tu espacio —dijo su padre, abriendo la puerta.

Lía se detuvo en el umbral.

La habitación era hermosa.

Amplia, iluminada, con muebles blancos y detalles en tonos cálidos. Todo parecía haber sido acomodado con cuidado, como si la hubieran estado esperando por años.

Pero lo que más la impactó fue el mural de fotos.

Un enorme collage pegado en la pared, con decenas de imágenes de ella y personas que no recordaba.

Amigos. Familia. Fiestas. Sonrisas.

Un chico de cabello oscuro, con una mirada amable y brazos que la rodeaban en varias fotos.

Su novio.

Lía caminó lentamente por su dormitorio, deslizando la mano sobre la suavidad de las sábanas, sintiendo la textura, tratando de hacerse al lugar.

Esta era su habitación.

Su espacio.

Pero para ella, era solo un cuarto lleno de cosas ajenas.

Su padre, apoyado en el umbral de la puerta, la observó con una expresión de ternura contenida.

—Cenamos en una hora. Puedes ponerte cómoda y descansar un poco si lo deseas.

Lía asintió sin decir mucho.

Sabía que su familia intentaba actuar con normalidad, pero podía notar la tensión en cada palabra, en cada mirada que le lanzaban. La estaban tratando con cuidado, como si fuera de cristal.

Como si temieran que se rompiera.

Cuando su padre se fue, Lía se sentó en la cama y miró alrededor.

Estas cuatro paredes albergaban su vida.

Historias que había olvidado.

Recuerdos que habían quedado atrapados en los objetos, en los detalles, en las pequeñas cosas que decoraban su mundo.

Y si ella no podía recordar por sí misma, entonces tendría que buscar las respuestas.

Así que, se cambió de ropa, se puso un pijama cómodo y decidió investigar.

Comenzó con los cajones de su escritorio.

Papeles. Pequeños recuerdos. Libretas con apuntes sueltos. Nada particularmente revelador.

Luego, el armario.

Ropa cuidadosamente doblada, zapatos alineados, perfumes que probablemente solía usar. Pero no le decían nada.

Buscó en cómodas, en cajas guardadas en la parte superior del armario. Y entonces, encontró algo diferente.

Un pequeño paquete de cartas, atadas con una cinta fina.

Las sacó y se sentó en la cama, abriéndolas con curiosidad.

La primera era de una chica.

"Lía, tienes que admitirlo, Ethan es el chico más guapo de la clase. ¡No entiendo por qué no te gusta! Juro que si no haces nada, me lo quedaré yo. Jajaja."

Lía frunció el ceño. No recordaba a ninguna Ethan.

Dejó la carta a un lado y tomó la siguiente.

Más de lo mismo.

Pequeñas notas adolescentes sobre chicos de la escuela, sobre cosas que en su momento debieron haber parecido importantes.

Pero la tercera carta…

La tercera era diferente.

La caligrafía no era de una chica.

Las letras eran alargadas, cuidadosas, con un trazo firme.

Lía deslizó los dedos sobre el papel con cierta reverencia antes de empezar a leer.

"Lía… No sé si alguna vez leerás esto, pero necesito escribirlo de todas formas."

"He intentado decirlo en persona, pero cada vez que lo intento, me congelas con esa mirada tuya y termino diciendo cualquier estupidez. Así que aquí va, por escrito."

"Me gustas. Me gustas más de lo que debería. Más de lo que jamás creí posible. Y no sé qué hacer con eso."

"Cuando estoy contigo, siento que todo tiene sentido, y cuando no lo estoy, todo parece un poco más gris."

"No sé si alguna vez me mirarás de la misma forma en que yo te miro a ti, pero tenía que decírtelo. Porque si no lo hago, creo que me volveré loco."

"Gabriel."

Lía sintió un escalofrío en la nuca.

Su memoria era un lienzo en blanco, una superficie pulida sin marcas. Y, sin embargo, la certeza de que Gabriel había sido importante en su vida se arraigaba en su pecho como una semilla creciendo a la fuerza.



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En el texto hay: paranormal y poderes, #romance, #aventura

Editado: 09.03.2025

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