La madrugada llegó antes de lo que Ed esperaba.
Se puso la chaqueta de cuero, agarró las llaves del coche que ya consideraba suyo, aunque Javi se quejaba cada vez que se lo llevaba sin preguntar.
—Eres un puto parásito, Williams.
—Y tú eres un blando, Ramírez.
Javi siempre cedía y esta vez no fue la excepción.
Ed condujo por las calles silenciosas hasta llegar a la dirección que Lía le había enviado.
Cuando dobló la última esquina, notó la diferencia.
Esto no era su mundo.
El barrio era de casas grandes, de esas que salen en las películas. Calles amplias, farolas de luz cálida, jardines cuidados como si los hubieran sacado de una revista.
Todo tenía un aire de tranquilidad controlada y riqueza sin exageraciones.
Casas con fachadas de madera bien pintadas, techos a dos aguas y amplias entradas con columnas decorativas.
Nada de edificios desgastados, nada de luces parpadeantes ni de ruidos molestos en la calle.
Lía vivía en la casa número 317.
Una casa de dos pisos, con un porche amplio y una puerta blanca de madera maciza. Las ventanas grandes dejaban entrever luces suaves en el interior, cortinas elegantes que caían con precisión medida.
El jardín estaba bien recortado, con un par de arbustos alineados de manera casi perfecta.
Ed bufó. Definitivamente, no era su entorno.
Aparcó el coche unos metros más abajo.
La noche estaba tranquila, muy diferente a la primera vez que se vieron.
Aquella vez, la lluvia caía con furia, los truenos sacudían el cielo y el viento arrastraba el sonido de la tormenta.
Ahora, en cambio, el aire era sereno.
Solo el lejano sonido de un grillo y el ocasional crujido de alguna rama rompían el silencio.
Ed sacó su teléfono, con la pantalla rota y la batería en sus últimos suspiros.
Tenía que comprarse uno pronto.
Escribió rápido; "Estoy un poco más abajo. En un sedán negro con el capó con abolladuras y una puerta que cierra como el culo."
El mensaje tardó unos segundos en marcarse como “visto”.
Lía respondió; "Dame un minuto."
Ed dejó el teléfono a un lado y se quedó observando la calle.
Su reflejo en el retrovisor le devolvió la mirada.
Algo en todo esto no le gustaba.
No porque desconfiara de Lía.
Sino porque tenía la sensación de que esta noche cambiaría algo.
Algo que no iba a poder ignorar después.
Ed la vio aparecer calle abajo.
Vestía un chándal oscuro y una capucha que le cubría parcialmente el rostro.
Pero lo que más le llamó la atención no fue su ropa, sino la forma en la que se movía; rápida y ágil.
Como si su cuerpo hubiera recuperado en cuestión de horas toda la vitalidad que parecía haber perdido.
No era la chica torpe y desorientada del hospital.
O, tal vez, estaba volviendo a ser quien solía ser.
Su mirada recorrió la calle con cautela hasta que encontró el sedán negro de Javi.
No dudó en abrir la puerta del pasajero y deslizarse dentro.
—Con permiso.
Cerró la puerta con un movimiento rápido y miró a Ed con sus ojos bicolor, llenos de algo que él no pudo descifrar.
Ed la observó en silencio mientras ella se acomodaba.
Había algo raro; Lía parecía más viva y animada.
Como si, poco a poco, se estuviera convirtiendo en la misma chica de su Instagram.
—¿Qué has averiguado? —preguntó Ed finalmente.
Lía respiró hondo y miró al frente antes de hablar.
—Encontré cartas viejas en mi habitación. Notas de amigos, mensajes de cuando era adolescente… cosas sin importancia. Pero una de ellas…—hizo una pausa— era de Gabriel.
Ed no dijo nada, pero sintió una punzada en el pecho.
—Me escribió cuando estábamos en el instituto. Era una carta de amor. Me quería. —Apretó las manos sobre su regazo—. Y ahora está muerto.
El silencio se hizo denso en el coche.
Ed exhaló. —Esto es cosa de los maderos.
Lía negó con la cabeza. —No. Hay algo más.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque nada encaja, Ed. —Su voz sonó firme, sin titubeos—. Estoy perfectamente bien. No tengo daños cerebrales, no tengo secuelas físicas. Los médicos no entienden cómo me recuperé tan rápido.
Lo miró fijamente. —Y lo peor… no recuerdo nada.
Ed frunció el ceño. —Eso puede pasar con el trauma.
—No así. —Su respiración era más agitada ahora—. No sé cómo lo sé, pero esto no es un crimen común.
Ed apretó la mandíbula. Porque, aunque odiaba admitirlo… ella tenía razón. Nada de esto encajaba.
El coche se quedó en silencio. Lía respiraba con cierta agitación, como si la conversación la estuviera drenando. Pero en su mirada había determinación. Y entonces, lo soltó.
—Sé más de ti de lo que crees.
Ed frunció el ceño. —¿Qué?
Lía giró el rostro hacia él, clavando en él su mirada extrañamente intensa, esos ojos bicolor que parecían perforarlo. —Cuando desperté en el hospital… —Tomó aire—. Solo había una cosa en mi cabeza.
Hizo una pausa antes de soltarlo, como si el nombre tuviera peso propio. —Edward Williams.
El nombre completo. No solo Ed. Edward. Y su apellido.
Ed sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Eso no era normal. No había manera de que ella supiera su nombre completo. No se lo había dicho. Ni la enfermera en el hospital se lo había mencionado. —No tiene sentido —murmuró.
Lía esbozó una media sonrisa. —Eso pensé yo también. —Lo miró con detenimiento—. Pero aquí estamos, Ed. Algo en mí supo tu nombre antes de saber el mío propio.
Su respiración era tranquila, pero su voz llevaba un filo oculto. —Así que no me digas que todo esto es cosa de la policía, que es un caso común. Porque no lo es.
Ed apretó la mandíbula. Lía lo miró con más intensidad. —Y sé que tú también ocultas algo.
Ed desvió la mirada, sintiendo una presión en el pecho que no podía ignorar. Pero Lía no terminó ahí.
—Puedo percibirlo, aunque no sé qué es —su voz bajó un poco, como si estuviera descifrando el rompecabezas en tiempo real—. Algo en ti es distinto. No como en los demás.
Editado: 09.03.2025