Habían pasado unos días desde que encontraron el cuerpo de Gabriel en el bosque.
La investigación reveló que había muerto por cuatro heridas de arma blanca.
Se desangró.
Tenía signos de lucha. Se había defendido.
Pero al final, no fue suficiente.
Lía miró su reflejo en el espejo mientras terminaba de recogerse el cabello en un moño apretado.
Vestía un traje formal oscuro, sobrio, sin adornos.
No recordaba a Gabriel, pero algo en su interior le decía que tenía que estar allí.
Había dudado de ir o no, pero era la única forma de reencontrarse con su familia, con sus amigos y con la vida que había tenido antes de perderlo todo.
Aunque no tuviera recuerdos, quizás ellos pudieran ayudarla a reconstruir algo.
Su padre no estaba de acuerdo.
—Lía, ¿estás segura de esto?
Ella lo miró con firmeza. —Tengo que ir.
Su padre suspiró.
Sabía que no podía detenerla. Y no quería hacerlo.
Si su hija necesitaba enfrentar esto, él la apoyaría. —Te acompañaré.
Lía asintió.
No tenía idea de cómo sería volver a ver a todos.
Pero había algo claro en su mente; Gabriel luchó antes de morir.
Y si ella había estado con él esa noche, ¿por qué estaba viva?
¿Por qué no recordaba nada?
Empezaba a recuperar gustos, fragmentos de su vida cotidiana.
Sabía que le gustaban los bagels con crema de ajo y que su color favorito era el verde bosque y que solía dibujar garabatos en los márgenes de sus libretas cuando estaba distraída.
Pero todo lo importante, todo lo que la conectaba con la noche en que su novio fue asesinado…
Seguía siendo un vacío.
El cielo estaba nublado, con un gris opaco que cubría la ciudad como un manto de melancolía. Ni siquiera el sol se atrevía a salir en un día como este.
El cementerio estaba lleno de gente, más de la que Lía esperaba. Amigos, compañeros de universidad, profesores, familiares. Algunos rostros le resultaban vagamente familiares, como si su cerebro intentara reconocerlos sin éxito.
Su padre caminaba a su lado, con la postura rígida y el gesto serio, una muralla de apoyo silencioso.
El ataúd de Gabriel, de un negro pulido y elegante, estaba rodeado de coronas de flores blancas; lirios.
No sabía cómo, pero algo en su cabeza le dijo que Gabriel odiaba los lirios.
Se quedó quieta junto a su padre mientras el sacerdote hablaba con voz solemne, mencionando frases de consuelo, de resignación.
"Gabriel fue un hijo, un amigo, un estudiante brillante con un futuro prometedor. Su partida deja un vacío que nunca podrá ser llenado..."
Lía sintió un nudo en la garganta. No porque recordara a Gabriel. Sino porque todos los que estaban allí sí lo hacían, y ella se sentía como una intrusa en su propio dolor.
De reojo, vio a una mujer mayor con un pañuelo negro en la cabeza. La madre de Gabriel.
Sus hombros temblaban con cada sollozo silencioso, y junto a ella, un hombre de cabello gris y mirada perdida, su padre, permanecía con el rostro impasible pero con los puños apretados.
Lía quería acercarse, quería decir algo, pero ¿qué podía decir cuando ni siquiera recordaba haber amado a su hijo?
A su alrededor, algunos amigos del difunto susurraban, mirándola de reojo.
—Dicen que ella estaba con él esa noche.
—Pero no recuerda nada… ¿es en serio?
—¿Cómo puede estar viva y él no?
Cada palabra le caía como plomo. Eran dardos de sospechas, envenenados de curiosidad y lo peor es que lo entendía; era la única que podía dar respuestas y no las tenía, ¿cómo no juzgarla?
Cuando la ceremonia terminó y comenzaron a bajar el ataúd, sintió que su corazón se apretaba en el pecho, pese a no recordarlo, una parte de ella parecía desprenderse de su ser.
Alguien se acercó a ella.
Era un chico de cabello castaño y gafas, con ojeras marcadas y un gesto serio.
—Lía… ¿De verdad no recuerdas nada?
Ella tragó saliva antes de responder. —Nada.
Él la miró con intensidad. —Tienes que intentarlo.
Lía se quedó en silencio. Más que lo deseaba ella, no lo hacía nadie, pero sus esfuerzos solo acababan en frustración.
A medida que la gente comenzaba a dispersarse, las conversaciones se volvían más bajas, más privadas. Pero poco a poco, las miradas empezaron a recaer en Lía.
El chico que se le había acercado era Nathan Calloway, el mejor amigo de Gabriel.
Lo había reconocido de algunas fotos en Instagram, aunque en ellas siempre se veía más despreocupado, más relajado.
Ahora, en cambio, sus ojos castaños estaban nublados, oscuros, llenos de algo que Lía no podía leer y antes de que pudiera decir algo más, una chica se unió a ellos.
Sophie Langley.
Lía reconoció su rostro al instante.
Sophie estaba en cientos de fotos con ella.
Riendo juntas, abrazadas en fiestas, en cafeterías, en la universidad... quizás era su mejor amiga.
Sophie tenía el cabello rubio oscuro recogido en una coleta alta, los ojos verdes hinchados por el llanto y un aire de incredulidad en su expresión.
—Lía… —murmuró con una voz llena de contención.
Lía no supo qué responder.
Era extraño, ver a alguien que claramente tenía un lazo con ella y no sentir nada en absoluto.
Sophie apretó los labios, cruzando los brazos como si intentara mantenerse firme. —De verdad no recuerdas nada, ¿verdad?
Lía negó lentamente con la cabeza. —Nada.
Nathan suspiró y desvió la mirada. —Joder…
Sophie frunció el ceño y bajó la voz, pero su tono tenía un filo que Lía no pudo ignorar. —¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible que no recuerdes absolutamente nada de la noche en que Gabriel murió?
Lía no supo qué responder.
Ella también quería saberlo.
Nathan pasó una mano por su cabello, frustrado. —Esa noche estabas con él, Lía. Estaban juntos. Salieron de la universidad, luego nadie supo más hasta que te encontraron en la carretera… y él apareció muerto en el bosque.
Editado: 31.03.2025