Los meses habían pasado sin grandes avances. Aunque Lía y Ed mantenían el contacto, la investigación se había estancado. Ninguno de los dos sabía cómo intervenir ni por dónde empezar.
Era difícil contactar con la profesora, meterse en la casa de Gabriel o buscar en el bosque pistas que la policía no había visto...
Lía estaba sobreprotegida por su padre, Ed ocupado intentando ganarse el pan de cada día y los investigadores todavía husmeando por las inmediaciones.
Lía había retomado su rutina universitaria. Los recuerdos volvían de forma dispersa, como piezas de un rompecabezas incompleto. Rememoraba momentos sueltos con sus amigos: risas en la cafetería, noches de estudio hasta el amanecer, fiestas, bromas... la vida normal que solía tener. Pero también surgían recuerdos más profundos: su madre los había abandonado cuando ella era solo una niña, dejando a su padre solo con ella y su hermano. En un impulso, intentó contactarla, pero solo recibió excusas: "Estoy ocupada." "No es un buen momento." Como si el regreso de su hija de entre los muertos no fuera lo suficientemente importante.
Ed, en cambio, seguía atrapado en su mundo. Vendía marihuana, se acostaba con mujeres que no le importaban, bebía, trasnochaba. El mismo ciclo de siempre. A veces, pensaba en Lucía, quien lo había contactado un par de veces para intentar arreglar las cosas, pero él siempre rechazaba la idea. No podía. No quería. O quizá simplemente no sabía cómo hacerlo. También pensaba en Lía. Sus conversaciones telefónicas a veces eran ligeras, incluso animadas. Le gustaba escucharla hablar de su día, de la universidad, de los recuerdos que volvían. Aunque no lo admitiría, sentía satisfacción al ver que, al menos, ella avanzaba. Él, en cambio, seguía estancado.
Algunas noches, cuando el insomnio lo vencía, dibujaba. Siempre había sido bueno con el lápiz, y sin darse cuenta, su cuaderno comenzó a llenarse con el rostro de Lía: sus ojos bicolor, la forma de su mandíbula, el cabello cayendo sobre su frente. Luego desviaba la mente y dibujaba otra cosa. Sombras sin rostro. Manos ensangrentadas. Un bosque cubierto de neblina. Siempre las mismas imágenes, como si su subconsciente intentara decirle algo que él no podía comprender.
Las horas pasaban. Los días corrían. Y la verdad seguía oculta en la oscuridad.
Una tarde, Lía salió de la universidad con la mente en mil cosas. Su rutina casi había vuelto a la normalidad cuando alguien se interpuso en su camino. Un chico joven, con un rostro vagamente familiar, se acercó con paso decidido y mirada intensa.
—Lía.
Su voz tenía un matiz de urgencia, pero también de control, como si hubiera ensayado esta conversación muchas veces. Antes de que ella pudiera responder, le extendió una mochila negra.
—Esto es tuyo.
Lía frunció el ceño, sin tomarla de inmediato.
—¿Qué…?
El chico pasó una mano por su cabello oscuro y exhaló profundamente.
—Soy Jake Holloway.
El nombre le heló la sangre. Jake. Holloway. El hermano de Gabriel. Ahora entendía por qué su rostro le resultaba tan familiar: los mismos ojos intensos, la misma mandíbula... pero con una energía distinta.
—Esta mochila ha estado escondida de la policía.
Lía lo miró con incredulidad.
—¿Escondida?
Jake asintió. —Cuando entraron a la habitación de mi hermano, la encontré antes que ellos.
Ella abrió la boca, pero no supo qué decir.
—Dentro hay cosas que tienes que ver.
Su corazón latió más rápido. ¿Cosas? ¿Qué cosas? Su instinto le decía que Jake sabía más de lo que decía.
—¿Por qué me la das ahora? ¿Por qué no me cuentas lo que hay dentro?
Jake suspiró y metió las manos en los bolsillos de su chaqueta. —Porque debes averiguarlo por tu cuenta.
Lía frunció el ceño.
—Si sabes algo, dime la verdad.
—Si te cuento todo de golpe, podrías bloquear aún más tus recuerdos.
Lía se quedó en silencio. No era la primera vez que escuchaba algo así. Los recuerdos bloqueados no podían forzarse.
—¿Y si nunca los recuerdo? —susurró.
Jake sonrió levemente, con una mezcla de nostalgia y certeza.
—Lo harás. Mi hermano era especial. Y tú también lo eres.
—No me siento especial.
—Eso es porque todavía no recuerdas lo suficiente.
Jake le dedicó una última mirada y dio un paso atrás.
—Hazlo a tu manera, a tu tiempo. Cuando lo hagas, entenderás todo.
Sin más, se giró y se alejó.
Lía apretó la mochila contra su pecho, sintiendo su peso de una manera distinta. Porque no era solo una mochila. Era una pieza clave en un rompecabezas que aún no ccomprendía.
Al llegar a casa, cerró la puerta de su dormitorio con seguro y volcó la mochila sobre la cama sin demora.
Era el momento. Necesitaba saber qué había dentro.
Los objetos cayeron en desorden: un cepillo de cabello, ropa de estar en casa, un cepillo de dientes. Y entonces lo vio.
Ella pasaba noches en casa de Gabriel. Pero no recordaba su voz, ni su risa. Ni siquiera si era bueno en la cama. Era una extraña para sus propios recuerdos.
Entonces, algo más captó su atención.
Un cuaderno con candado.
Lo tomó con manos temblorosas. De tapas negras y esquinas desgastadas, parecía haber sido usado con frecuencia. Revisó la mochila y encontró una llave pequeña en un bolsillo interno.
Lo abrió.
Decenas de fotos y recortes de periódicos cayeron sobre la cama. Personas desaparecidas.
Esos nombres…
Eran los mismos que recordó nada más despertar, los que anotó en el papel que le dio a Ed en su escapada de madrugada.
Su pecho se oprimió cuando vio la cara de la profesora.
¿Qué significaba todo esto?
Pasó las hojas con urgencia. Fechas, nombres, anotaciones frenéticas en su propia caligrafía.
Algunas frases destacaban entre el caos de palabras escritas:
"No hemos llegado a tiempo."
Editado: 31.03.2025