El día llegó más rápido de lo que a Ed le hubiera gustado. Lía pronto le enviaría la ubicación exacta donde debía recogerla, a unos 220 kilómetros de su casa, en la zona donde se haría el retiro. Pero antes de recibir cualquier mensaje de ella, Ed había hecho algo impensable; Madrugar.
Por primera vez desde que los servicios de menores le obligaban a ir a clases, se había levantado antes del mediodía y lo más extraordinario es que lo había hecho para limpiar.
Primero, quitó todas las cosas del medio. Botellas de cerveza vacías en la mesa, tres camisetas en el suelo, un paquete de pizza abierto con un pedazo seco y olvidado dentro, un cenicero lleno, dos calcetines desparejados en la esquina del sofá.
Después, fregó los cuatro platos que tenía y, como si estuviera poseído por el espíritu de un amo de casa responsable, hizo las camas.
Sí, las camas, en plural. En su apartamento solo había una cama, y él dormiría en el sofá mientras Lía estuviera allí.
Cuando terminó, miró a su alrededor y resopló. Se veía… decente.
Todavía olía a su vida habitual: cerveza rancia, humo de tabaco y un ligero toque de marihuana.
No podía recibirla así.
Así que bajó a la casa de su vecina, Doña Martha.
Una anciana simpática con la paciencia de una santa y el vicio de meter la nariz en la vida de los demás.
Llamó a la puerta, y cuando la mujer lo vio, frunció el ceño con desconfianza.
—Williams, ¿qué hiciste ahora? —preguntó Doña Martha, frunciendo el ceño con desconfianza.
—Nada.
—¿Seguro?
—Sí.
—¿Entonces qué quieres?
Ed se rascó la nuca, incómodo. —Algo para fregar el suelo… y un ambientador.
La mujer pestañeó, incrédula. —¿Tú? ¿Limpiando?
—No es para tanto.
Doña Martha entrecerró los ojos, con una sonrisa burlona. —Ay, muchacho, ¿te has enamorado?
Bufó, cruzándose de brazos. —¿Me das el maldito ambientador o no?
Doña Martha sonrió con picardía, pero sin decir nada más, le entregó lo que pedía.
—Llévate también unas toallitas húmedas para el baño.
—No es necesario.
—Sí lo es.
No discutió.
Agradeció efusivamente y subió de nuevo a su apartamento.
Con resignación, fregó todo el suelo y luego roció el ambientador con más generosidad de la necesaria.
El lugar olía a lavanda.
Era raro, pero estaba mejor que antes.
Cuando terminó, se dejó caer en el sofá, exhalando.
Por una parte, estaba emocionado, como un niño en Navidad.
Por otra… No quería que invadieran su intimidad.
Se estaba metiendo en un terreno desconocido, dejando que alguien entrara en su espacio.
Eso lo inquietaba más de lo que quería admitir.
Entonces, su teléfono vibró.
Un mensaje.
"Lía: Ubicación enviada. Nos vemos, querido compañero de piso 😉"
Miró la pantalla en silencio.
Joder...Ya no había marcha atrás.
Lía no era tonta.
Sabía que si quería que todo fuera creíble, tenía que actuar con naturalidad.
Su padre la llevó hasta el retiro, un lugar hermoso, rodeado de naturaleza, con senderos bien cuidados y un ambiente de paz diseñado para la recuperación emocional.
Caminaron juntos por las instalaciones mientras los encargados les explicaban los programas, los métodos de terapia y los éxitos de recuperación de otros pacientes. Hablaron de la importancia del proceso, del apoyo emocional, de la privacidad.
Todo sonaba muy bien. Y por un segundo, Lía pensó que no le vendría mal quedarse allí.
Su padre se despidió con un abrazo, recordándole que la llamaría cada día, que cualquier cosa que necesitara solo debía pedirla.
Lía sonrió, asegurándole que todo estaría bien, y vio cómo su coche desaparecía por la carretera.
El plan estaba en marcha.
No pasó mucho tiempo antes de que un monitor la llevara a recorrer el complejo. Hizo algunas fotos para mantener la fachada y asintió a cada explicación con interés fingido.
Cuando terminó el recorrido, sin pudor ninguno, le explicó al monitor su verdadera intención.
—Me voy.
El hombre parpadeó, confuso.
—¿Perdón?
Lía le sostuvo la mirada con absoluta seguridad.—Tengo 22 años. La matrícula está a mi nombre. El pago también. Si decido marcharme, lo hago bajo mi propia responsabilidad.
El monitor frunció el ceño. —De todas formas, tenemos que notificar tu salida, y si el contacto de emergencia pregunta, debemos decirle que abandonó el recinto de seguridad.
—No hay problema.
—Es un protocolo de seguridad.
—Si haces cualquier llamada informando de mi partida, presentaré una demanda en tu contra y en contra del centro, por no respetar mi privacidad.
El monitor tragó saliva. —Creo que se debería quedar, es una experiencia productiva. Pero este no es un centro de ingreso obligatorio, así que solo puedo aconsejarle.
Lía guiñó un ojo y, sin esperar más, recogió su maleta y salió con total confianza del complejo.
Se dirigió a la parada de bus que había visto unos metros más adelante en Google Maps.
Desde la distancia, ya vio un coche destartalado estacionado en la orilla del camino.
El viaje de regreso fue extraño.
Lía parecía cada vez más normal, más segura de sí misma, casi como si nunca hubiera estado perdida.
Para Ed, seguía siendo un maldito enigma.
No percibía nada de ella.
Era como si estuviera vacío de su don cada vez que la tenía cerca, como si sus emociones fueran una sombra que no podía tocar.
Decidió no pensar demasiado en eso.
A mitad del camino, pararon en un pequeño restaurante de carretera para comer algo. Se sentaron en una mesa junto a la ventana, con vistas a una gasolinera y un par de coches aparcados a lo lejos.
Pidieron hamburguesas y café. Lía sacó su mochila y, sin rodeos, puso el cuaderno sobre la mesa.
—Esto es lo que encontré en la mochila que me dio Jake.
Ed tomó el cuaderno con curiosidad y comenzó a hojearlo mientras Lía le explicaba.
Editado: 31.03.2025