Ed y Lía estaban sentados en la habitación del motel, rodeados por el silencio propio de las primeras noches en una ciudad extraña. La lámpara de mesa, con su pantalla amarillenta, derramaba una luz suave sobre la superficie del escritorio, tiñendo la escena de una calidez engañosa. El portátil de Ed permanecía abierto, emitiendo un leve zumbido constante, y en su pantalla brillaban las últimas búsquedas que ambos habían estado analizando durante horas. Habían viajado hasta Boston con un propósito claro, y no perdieron el tiempo al llegar. Desde el mismo instante en que se registraron en el motel, se encerraron a investigar todo lo posible sobre la profesora Margaret Holloway. Ya conocían su nombre gracias a la libreta de Gabriel, y sabían que era la única en la lista que seguía viva. Era una anomalía. Una excepción que gritaba por atención.
Habían aprendido mucho en poco tiempo. Sabían que Holloway era una figura respetada en el ámbito académico, con múltiples títulos en matemáticas aplicadas, semiótica y literatura comparada. Había dictado conferencias en distintas partes del país e incluso había sido invitada como oradora en varios encuentros internacionales. Había grabaciones suyas en TEDx, entrevistas publicadas en revistas universitarias y apariciones frecuentes en congresos de pensamiento simbólico. Su rostro, de hecho, era familiar por ese motivo: una mujer de unos cincuenta años, de presencia elegante, cabello oscuro recogido siempre en un moño pulcro, gafas rectangulares de montura fina y una voz firme, segura, que parecía dominar cada conversación en la que participaba. Alguien que daba la impresión de tener siempre el control.
La Universidad de Boston apareció en todos los resultados. Era su bastión. Su zona de confort. Su trinchera. A través del portal institucional, descubrieron que Holloway trabajaba dentro del Departamento de Matemáticas y Humanidades, una combinación inusual pero coherente con su perfil intelectual. Llevaba años ocupando una posición destacada allí, impartiendo asignaturas que mezclaban estructuras simbólicas, teoría del lenguaje y fórmulas matemáticas como formas de construcción narrativa. Un perfil académico brillante. Intachable. Aparentemente inofensivo. Y, sin embargo, su nombre aparecía en una libreta que, en su caos, parecía más un mapa de muerte que una bitácora de investigación.
—Trabaja en el departamento de matemáticas y literatura —murmuró Lía, deslizando el cursor por la pantalla—. No sé cómo encaja eso con un asesino en serie.
Ed se pasó una mano por la cara, pensativo, con los ojos entrecerrados.
—Quizás no encaje —dijo con voz ronca—. O quizás estamos buscando algo más grande de lo que imaginamos.
Ambos callaron. En el aire flotaba una tensión no dicha, una sospecha compartida que no terminaban de aceptar del todo. Habían cruzado ya demasiadas líneas para aferrarse a coincidencias. Si el nombre de Holloway estaba allí, no podía ser al azar.
Observaron durante un momento la imagen de la profesora en la pantalla. En una de las fotos, aparecía sentada ante un atril, dando una charla ante una sala abarrotada de oyentes. Su postura era recta, las manos juntas sobre la mesa, la mirada fija en algún punto del público. Se veía metódica. Precisa. Como si cada palabra que saliera de su boca estuviera milimétricamente calculada.
—No será fácil encontrarla en un sitio tan grande —comentó Lía, mordiéndose el labio con gesto pensativo—. No podemos entrar preguntando por ella sin levantar sospechas.
—No —coincidió Ed—. Pero podemos esperarla afuera. Seguirla. Ver dónde vive. Ya sabemos que da clases los miércoles y viernes por la tarde. Solo tenemos que aparecer en el momento justo.
Lía asintió en silencio. Su mirada seguía fija en la pantalla, en ese rostro sereno que parecía no tener nada que ocultar. Pero ambos sabían que las apariencias eran solo eso: una fachada.
—Quizás sea la Cazadora —aventuró Ed tras un rato, con la voz baja, casi para sí.
—No —dijo Lía con firmeza—. Era un hombre. Recuerdo su voz. Recuerdo su presencia. No era ella.
Ed inclinó la cabeza, pensativo.
—Quizás su marido lo sea —insistió, buscando posibilidades.
Lía se encogió de hombros, sin descartar ni afirmar.
—Podría ser. Pero no podemos asumir nada sin pruebas.
El silencio regresó, cargado de posibilidades. Margaret Holloway se convertía, por momentos, en un enigma mayor que el propio Cazador. Una figura que parecía saber más de lo que su título académico dejaba entrever. Si había sobrevivido cuando tantos otros no, era porque jugaba un papel que aún no comprendían. O estaba protegida. O estaba implicada.
—Mañana vamos a la universidad —dijo Ed, cerrando el portátil con un clic sordo—. La esperamos en la salida. La seguimos. Y vemos qué encontramos.
—Si sabe algo, lo sabremos —añadió Lía con determinación.
Ed se estiró en la silla, soltando un bostezo largo mientras se frotaba el cuello.
—Bueno, suficiente caza de profesores por hoy —dijo con una media sonrisa—. ¿Te apetece dar una vuelta por la zona? Ya que estamos aquí… supongo que podemos fingir que somos turistas por una noche.
Lía se levantó, sacudiendo suavemente la manta que tenía sobre las piernas.
—No me parece mala idea. Pero antes tengo que ponerme guapa.
Ed rodó los ojos sin borrar la sonrisa.
—Vale, pero no tardes. Tengo hambre. Y no quiero terminar cenando solo en un sitio de tacos grasientos.
Ella ya se dirigía al baño, tarareando una melodía cualquiera, como si por un momento el peso de todo lo que los rodeaba se hubiese disuelto.
Ed la observó cerrar la puerta y suspiró. Habían pasado muchas cosas. Demasiadas. Pero estar en una ciudad viva, con luces, con movimiento, con posibilidades… eso, después de tanto caos, se sentía como una tregua.
Y aunque mañana todo volviera a oscurecerse, esta noche —solo esta— podía permitirse respirar.
Caminaron por la ciudad como si no cargaran con el peso del mundo sobre los hombros. Como si sus nombres no estuvieran anotados en una lista de muerte, como si no hubiesen visto el fuego devorar una cabaña con sus cuerpos casi atrapados dentro. Por un par de horas, Ed y Lía se permitieron fingir. Se movieron entre la multitud como si fueran simplemente dos jóvenes explorando Boston, sumergidos en la vitalidad palpitante de una ciudad que no dormía, donde la historia y la modernidad bailaban al mismo ritmo.
Editado: 31.03.2025