El Pesar De Las Almas

Capítulo 16: Lo que no se dice.

El que no quería demorarse más era el Cazador. Sabía que el tiempo, en asuntos como este, era un recurso tan escaso como valioso. Cada minuto que pasaba sin cerrar el círculo aumentaba las probabilidades de error, de exposición, de pérdida. Y él había aprendido, desde muy joven, que las pérdidas no se recuperan. Que cuando alguien te arranca de cuajo aquello que más amas, no hay redención posible. Solo queda actuar. Solo queda proteger lo que aún permanece en pie.

Descendió al sótano como quien baja a un santuario silencioso. Aquel lugar era una extensión de su mente: ordenado, frío, limpio. Las luces se encendieron automáticamente al detectar su presencia, revelando estanterías metálicas y mesas de trabajo pulcramente organizadas. Cada herramienta, cada arma, cada recurso, estaba dispuesto con precisión quirúrgica. No había nada fuera de lugar, porque en su mundo, el caos debía ser anticipado y contenido. El caos era el enemigo. Y él lo conocía bien.

El panel de cuchillos, perfectamente alineados por tamaño y función, hablaba de su atención al detalle. La Glock 19, con su silenciador y cargadores extra, descansaba dentro del maletín negro que cerraba cada vez con el mismo chasquido mecánico. La cuerda, las esposas, la cinta: instrumentos, no de tortura, sino de control. No le interesaba el dolor. Le interesaba el final. Eficaz. Impecable.

Pero cuando se disponía a preparar todo, el sonido de unos pasos le hizo girar apenas la cabeza. No necesitó mirar para saber quién era. El ritmo contenido, pausado, firme, pertenecía a una sola persona. Su esposa. La única que había sobrevivido con él a través de los años, la única que sabía, en lo más íntimo, de dónde venía esa necesidad de cazar.

Ella se detuvo en el umbral del sótano, con los brazos cruzados y la mirada inquisitiva, aunque sin juicio. Él terminó de insertar el cargador en la pistola antes de responder.

—Siguen vivos —dijo simplemente, como quien anuncia una anomalía técnica.

—¿Ambos?

—Sí. Ya es suficiente. Es hora de acabar con esto.

Ella asintió, avanzando un paso. Su rostro era sereno, pero no indiferente. Había visto en su marido esa expresión antes. Sabía que no se trataba de rabia. Era algo más profundo. Un eco antiguo. Una grieta en la que se había construido una cruzada personal.

—Los subestimamos —le recordó, no con reproche, sino con cautela.

—No volverá a pasar.

Se miraron unos segundos. No era una orden ni una súplica. Era una certeza compartida. Como si ambos supieran que, al no cerrarse este capítulo, todo lo demás corría peligro.

—¿Qué necesitas? —preguntó al fin ella.

Él no respondió enseguida. Cerró el maletín con gesto preciso, como si esa acción cerrara también una parte de sí mismo. Luego sacó otro más pequeño, más anodino. Al abrirlo, su contenido quedó expuesto bajo la luz blanca: tatuajes temporales, realistas, minuciosamente diseñados. Calaveras, símbolos de pandillas, diseños tribales, serpientes, llamas. Máscaras para una guerra.

—Me disfrazaré. Necesito parecer alguien de su mundo.

Ella tomó uno de los tatuajes entre los dedos. Lo observó unos segundos, y luego lo dejó sobre la mesa con una sonrisa ladeada.

—¿Vas a ir de gánster?

—Voy a convertirme en algo que reconozcan. En alguien que no tema ensuciarse las manos.

Ella no hizo más preguntas. Solo tomó una esponja húmeda de la bandeja cercana y comenzó a aplicar el primer tatuaje sobre su cuello, con movimientos cuidadosos, como si trazara un mapa secreto sobre su piel.

—Que no se note que tienes dinero —dijo suavemente.

Él sonrió de lado, sin humor.

—No se notará.

Mientras ella trabajaba, en silencio, su mente volvió —como lo hacía a menudo, sin pedir permiso— a aquella noche lejana que había marcado el inicio de todo. Apenas era un niño. Una risa, un portazo, el sonido metálico, algo que no se podía ver, pero sí sentir. Y luego, gritos. Gritos que lo perseguían incluso en sus sueños. Los Elegidos los llamaban entonces. Gente especial. Gente tocada por algo superior. Pero lo que él vio no fue divinidad, ni don, ni milagro..

Lo que vio fue la sombra de un adolescente con los ojos vacíos y una sonrisa torcida, alejándose con la tranquilidad de quien no cree haber hecho nada malo.

Su esposa terminó de colocar el último tatuaje, limpiando con cuidado el exceso de agua.

Él se miró en el espejo del armario metálico. Ya no era el arquitecto, ni el padre de familia ejemplar. Era otra cosa. Algo más viejo, más visceral. Algo que había estado dormido… pero nunca muerto.
Ahora solo debía vestirse con ropa vieja y cubrir su rostro con alguna gorra.

+++

La habitación del motel, con sus sábanas arrugadas, el leve zumbido del aire acondicionado y el olor rancio de los muebles viejos, era ahora un espacio que se sentía extraño. Casi ajeno. Ed estaba de pie junto a la cama, metiendo lo último en su mochila con movimientos secos, casi mecánicos. Lía, sentada sobre el borde del colchón, doblaba una camiseta mientras mordía el interior de su mejilla, sintiendo cómo la frustración comenzaba a escurrirse por cada rincón de su cuerpo.

Habían pasado los días, casi una semana completa desde que llegaron a Boston, y a pesar de su vigilancia, del acercamiento a la profesora, de sus suposiciones y teorías, poco habían conseguido. La profesora Holloway no había hecho ni una sola llamada. Ningún mensaje, ninguna señal. El silencio pesaba. Ed ya no estaba molesto, estaba decepcionado. Era un tipo que no esperaba mucho del mundo, pero esta vez... esta vez se había atrevido a tener esperanzas. Esperanzas de encontrar respuestas, de avanzar en la maldita partida macabra en la que se habían visto atrapados sin pedirlo. Y ahora, mientras cerraba la cremallera de la mochila, sentía que todo había sido una pérdida de tiempo.

—Quizás no lo sepamos nunca —murmuró de pronto, sin mirarla—. Quizás el Cazador termine por alcanzarnos y nos patee el culo antes de que podamos siquiera entender por qué.



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En el texto hay: paranormal y poderes, #romance, #aventura

Editado: 31.03.2025

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