El pescador que murió ahogado

I

Una tarde de marzo, perdido en las angostas calles de Marfin, el pueblo de casas de barro, alejado de cualquier artilugio hecho por los mortales. A excepción de aparatos de pesca traídos por italianos hace ya varios años, en el tiempo en el que se adoraban a los dioses de los primigenios del pueblo. En el estado más puro de la limerencia, con un ramo de orquídeas que él mismo arrancó, el joven Teodoro marcha a casa de su amada, la misma amada de cuatro años atrás, la misma que le robó su primer suspiro. Teodoro, le apasiona la pesca y de ella vive. Teodoro es moreno, flaco y alto como el infierno, quedó huérfano a los nueve años por culpa de un cocodrilo. Llego a casa de Mercedes -su amada- dando pequeños saltitos.

—¡Mercedes! ¡Mercedes! —Aulló Teodoro. Se escondió el ramo de orquídeas antes de que la mujer abriera la dura puerta de madera— ¡Te he traído un regalo, mi amor!

—¡Ay, mi amor! ¿Qué haría yo sin tu amor? —Dijo Mercedes, luego de un breve forcejeo para abrir la puerta.

Los paseos vespertinos por el río cercano al pueblo de Marfin son los predilectos de la pareja, siempre retozan a sus orillas y cantan su amor a los peces. Mereces es de piel tostada, la más suave del pueblo. Tiene unos grandes y hermosos pómulos mongólicos. Dos hermosos y gruesos hoyuelos se forman en sus suaves y preciosas mejillas cada vez que sus labios se dividen. Sus labios son finos y rojizos. De sus ojos marrones emana el auge de su belleza. La muchacha más pulcra en toda la región.

Algunos lugareños mofaron de su amor, ya que para ellos, su amor era quimérico. Algunos hombres la deseaban por voluptuosidad. Los demás hombres del pueblo trazaron maquiavélicos planes para destrozar su amor, pero no lo consiguieron, por más que lo quisieron. Su amor era más fuerte que el mismo acero.

Los italianos volvieron una calurosa tarde de marzo, huyendo de la gran guerra que azotaba su continente. No eran más de doscientos. Trajeron con ellos artilugios inimaginables por los aldeanos. Sus costumbres y tradiciones. Sus dioses y avances. Los lugareños los recibieron con alborozo y una gran fiesta de cinco días seguidos. Tomaron, comieron y engendraron nuevos hijos, porque para eso se presta los excesos.

Teodoro los aborreció desde el primer instante. Las mujeres vistieron los nuevos trapos extranjeros.

—Traerán perdición a esta tierra —Afirmó Teodoro, recogiendo los últimos peces del día. A Teodoro le asustan los extranjeros, no por el miedo a lo desconocido, sino a que ellos le robasen a su amada —Esa gente no me da buena espina.

—No seas tan paranoico, mi amor. Esa gente es bondadosa y generosa —Aseguró Mercedes.

Los días transcurrieron, su amor se fortalecía día tras día, con cada beso y caricia el deseo también lo hacía. El pueblo creció y creció, las casas dejaron de ser de barro, se construyeron plazas y burdeles, sobre héroes de otras épocas. Las nuevas edificaciones sedujeron a más extranjeros y paisanos. La depravación y la suciedad reinaban sobre las pequeñas calles. Los habitantes del pueblo se autodenominaban ciudad pero su población era demasiado rala como para hacerlo.

Los aldeanos se reunieron una fría mañana, para reprender a sus vecinos.

—¡Nos sucederá lo mismo que Gomorra! —Exclamó una mujer.

—Esas cosas no existen —Replicó un hombre de la multitud.

—Yo digo que sigamos con los excesos —Dijo otro hombre. 




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