El pescador que murió ahogado

II

 El debate continuó días enteros, el pueblo se dividió en dos grupos concretos. Hermanos y hermanas separados por el simple deseo.

Meses después, en una habitación de un burdel, Mercedes y Teodoro decidieron llevar su enamoramiento a la pasión más feroz.

—Creo que deberíamos hacer algo más que mirarnos —Dijo con candor Teodoro, cada vez con más vergüenza. Sus mejillas se colorado como una manzana fresca.

Mercedes se limitó a cabecear, luego respiro profundo y dijo:

—Estoy en desacuerdo con las cosas carnales —Hizo una larga pausa, como de esas personas que están a punto de perder algo valioso—. Pero creo que es el momento adecuado.

La sonrisa de Teodoro no fue como alguna otra concebida en las tierras. De su mirada emanaba un inexplicable regocijo. Y de sus labios salieron las mortales palabras:

—Esta noche te haré mía.

Y así lo hizo, esa gélida noche de mayo. Teodoro fue como águila tras su presa. Primero le arrancó con vigor su chaqueta estallada color café, beso sus pechos con parsimonia y amor. Sus pechos eran redondos y firmes, gracias a la lozanía de su edad. Su mano, enorme y velluda fue descendiendo calmada por todo su torso hasta llegar al fruto prohibido. La despojó de su falda midi del mismo color, con la misma parsimonia con la que besaba sus pechos. Así hizo con el resto de su vestidura. Sus piernas eran esbeltas y tenía unas curvas prodigiosas, tal como sus ropas intuían. La recamara se llenó de risas y gimoteos, de risillas escondidas y caricias bajo la luna. Sus pieles tenían un suave fulgor, por la tenue luz de la luna que se introducía por una de las dos ventanas. Así la desfloró, sin cuidado alguno y profanado la memoria del difunto padre de la muchacha.

Al salir del impuro burdel se percataron de una riña matutina de los lugareños. Cada parcialidad defendía juicio con palos y piedras. Algunos de los cínicos desviaron su atención hacia los amantes y rieron sin cuidado.

La cólera de cada facción llegó a su auge con los dos amantes, se avecinaba un violento enfrentamiento. Pero, como una deidad, un hombre llegó al lugar, por donde se ocultaba el sol. Caminó lentamente y se detuvo en medio de la cólera

—¡Hermanos, Hermanos míos! —Gritó el hombre ojigarzo, su voz apenas se escuchó entre los bramidos de cólera— ¡Combatir no es la solución, al buen Dios no le agradan las riñas!

Como si esa última palabra fuese hipnotizadora los lugareños bajaron sus palos y piedras, y atendieron con oído atento lo que el hombre ojigarzo quería decir.

—¡La solución a la cólera no es la muerte, La muerte trae consigo otros males! —Predicó el hombre de ojos ojizarcos.

—Pero si esas cosas no existen —Replicó otro—. Los dioses son solo patrañas hechas por el mismo hombre.

—Hermano mío —Respondió el bello hombre de ojos ojizarcos acercándose al otro hombre con serenidad y lo envolvió con sus brazos sudorosos pero cálidos—, yo creo lo que ven mis ojos y mi corazón sienta —Luego de uno tedioso instante el hombre se libera de ellos. El hombre ojigarzo sin poner mucha importancia al asunto volvió a dirigirse a la multitud— ¡Nuestro Dios es un Dios de amor!

El descontento crecía pasos agigantados.

—Tengo que hacer algo por ese pobre diablo —Dijo con inquietud Mercedes a Teodoro.

—No es nuestra lucha, Mercedes —Replicó Teodoro—. Nos colgaran al igual que al hombre.




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