El pescador que murió ahogado

V

más que un breve momento. El buen padre lo tomó por el pescuezo y lo estrelló en el suelo, a su lado. Lo remontó sin ninguna dificultad y estiró el brazo para tomar el arma un poco sucia por la tierra, la llevo con furia al rostro del muchacho.

—¡Parece que los roles han cambiado repentinamente! —Gritó el padre, el alborozo se apreciaba en cada entonación—. Muchacho tonto, pudiste gobernar conmigo el nuevo mundo. Pero ahora solo serás polvo del viejo.

El padre llevó el arma a la frente de Teodoro. Pero, como capricho del destino o el buen azar, un cocodrilo emergió lentamente de las aguas turbias del río. Gracias al poco de sangre que destilaba la nariz del buen padre el cocodrilo percibió el aroma de buena carne, para saciar sus tripas retumbantes. Se acercó lentamente, vacilante en su actuar, pero sus tripas pedían carne. Antes de que el buen padre se percatase de aquel gran animal esté ya abriría sus grandes fauces dejando mostrar sus enormes y afilados dientes. Enterró sus grandes dientes en el delgado tobillo del padre y lo halo fuertemente, el mentón del buen padre se estrelló en la parda tierra cercana al río, cerca del muslo de Teodoro. Los alaridos del buen padre se extendieron por el ancho y largo del río mientras que el feroz animal lo arrastraba a las frías aguas del río, el buen padre calvo sus finas uñas en la lodosa tierra parda. Pero, como este y otro cualquier intento de librarse de aquellas grandes fauces fue en vano. Teodoro, como si se tratase de un espectáculo contemplo acodado con tranquilidad y contento como aquellos dos animales se sumergían en el agua.

Luego de un momento, se irguió y tomó el arma del buen padre que estaba a centímetros de él. Se cercioro de que aquel monstruo permaneciera en las profundidades, y que el padre también lo hiciera. Fatigado por los golpes, dados y recibidos, guardo aquel hierro en su saco. Aseguro su peñero a un árbol cercano al río y retorno su camino al pequeño pueblo de Marfin retozando por el camino polvoriento.

No pasaron muchas noches para que los vasallos del buen padre notaran que su guía estaba perdido, así que como todo buen seguidor, se organizaron en equipos para localizar al buen padre. En el pueblecito no había rastro de buen padre, como era de esperarse. Algunos, con la pasión de la fe en el mayor auge decidieron ir al río más cercano. Los vasallos buscaron días enteremos algún rastro del padre, pero sus pesquisas fueron vanas. Como si el buen padre se negase a su letargo eterno en las profundidades un infante encontró un ojo ojizarco en la orilla del río. A primera vista el niño pensó que era una canica, la tomo con alegría y la llevó a su madre, para que viera su afortunado hallazgo.

—¡Mamá, mamá! —Exclamó el pequeño niño— ¡Tengo una nueva canica!

La mujer, de cómo unos cuarenta y seis años tuvo la misma impresión que su pequeño hijo. Pero cuando la sostuvo en su mano se percató del espantoso desastre, era un ojo si cuenca lo que sostenía en su mano. Sus gritos se extendieron por todo el gran río. No fue necesito de muchas pruebas para saber que ese era el ojo del buen padre, era el único que poseía ojos tan bellos en aquel lugar. Los llantos se extendieron meses enteros, los más adeptos metieron el ojo seco en una cajita de oro, de terciopelo rojo en su interior. El velatorio del único ojo fue llevado tres días seguidos, hasta que uno de los más allegados al buen padre dictaminase que el único rastro de su mesías fuese enterrado bajo el árbol que más diese sombra.

—¡Hermanos, hermanos míos! —Exclamó el más allegado al buen padre, con su llanto perpetuo. Mientras que unas trescientas personas acudían al árbol que más sombra daba en las cercanías del pequeño pueblo—. Hoy hemos perdido al redentor de estas tierras, el mejor hombre que haya pisado esta tierra —Decía mientras se enjugaba     




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