El pescador que murió ahogado

VII

Los ojos de la bestia resplandecieron y su corazón perdió el sosiego.

—¡Hereje, hereje, hereje! —El temor se apoderó de aquella bestia convertida en hombre. Reconocía que era aquello— ¡A él! ¡En sus manos están las herramientas del diablo! ¡Él es el diablo!

Como si aquella bestia tuviera el control absoluto sobre aquellas personas, sus corazones se encendieron como pólvora. Cuando sus vasallos se disponían a arremeter contra el buen pescador, la suerte volvió sobre el pescador, los hombres y mujeres fuertes regresaban de sus faenas matutinas.

—¡Mi casa!

—¡Mi esposa!

—¡¿Que ha pasado aquí?! —Interrogó a gritos un hombre— ¿Quien ha hecho esto?

—Purificamos el pueblo. —Dijeron casi al unísono los súbditos, las palabras salieron como hielo de sus bocas—. Dios así lo quiso.

Las lágrimas recorrieron las mejillas de los recién llegados, a la vez que desenfundaban sus machetes

—¡¿Quién en ha hecho esto?! —Iteró el hombre, ahora con machete en mano.

—Hijo mío, Dios nos ha ordenado esto —Explicó la bestia descendiendo del podio improvisado. Colocándose delante de él aclaro: —Es lo que Dios quería.

La cólera estalló en el corazón del hombre. Levantó el machete y con un raudo movimiento lo acertó en el cuello de la bestia, sin permitirle decir otra cosa cayó con delicadeza al suelo. La sangre formó un gran charco alrededor del cuello, tan rápido como había nacido aquella bestia había muerto ante un mortal. Los vasallos se estremecieron una vez más, otro mecías había muerto, tomaron palos y piedras y encararon a los herejes, sentían en sus almas que Dios les ordenaba derramar sangre.

Los recién llegados tomaron sus machetes y los ondeaban en el aire.

Sin intermediario alguno, por fin podían matarse como animales en las angostas callecitas del pueblo. Golpes, rocas, palos y machetes impactaban sus cuerpos en aquel feroz combate.

Teodoro, como el resto de sobrevivientes quedaron inmobles ante aquella muestra barbarie de sus vecinos y amigos. Entre toda aquella muerte divisó la única muestra de humanidad y pulcritud, Mercedes huía de aquel salvajismo por una de las calles. No la había visto desde que se había ido con el padre, sus pies le demandaban seguir a aquella bella mujer, corrió por entre la multitud y atravesó sin problema alguno la ola de muerte.

—¡Mercedes, Mercedes! —Voceó. La esperanza recorría todo su cuerpo, estaba a unos pasos de su gran amor.

Mercedes suspendió su huida y volteo para ver de dónde provenía aquella voz tan familiar que acariciaba sus oídos. 

—Está muerto —Dijo entre sollozos—. Mi unico gran amor ha muerto.

—Pero aquí estoy, Mercedes. —Replicó Teodoro envolviendola en sus brazos.

Lo impelo para zafarse de sus brazos. Las lágrimas eran dueñas de sus mejillas.

—Tú eres un simple pescador —La aversión se percibía en cada pronunciación—. Mi único amor fue el padre Benjamín. ¡Está muerto, muerto, muerto! —Sus alaridos penetraban en el corazón del pescador— ¡Vete, déjame sola! Por mi sería mejor que tú también murieras.

Antes de que Teodoro respondiera a aquella despiadadas palabras Mercedes retorno a su huida fugas. El corazón del pescador se detuvo y en su cerebro ya no había pensamiento. Contemplaba como las insaciables flamas devoraban los pequeños edificios. Su casita, como la contienda había desaparecido tras las voraces llamas, ya no le quedaba nada, salvo su peñero. Y a allí se dirigía. 




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