El invierno había caído sobre Lysvalen, la nieve cubría los tejados del palacio con un sudario blanco, y los jardines –donde en primavera florecían las rosas doradas del reino– yacían ahora dormidos bajo una capa de hielo.
Desde la ventana más alta de la torre oriental, la princesa Althea contemplaba el horizonte. El viento agitaba los cortinajes, trayendo consigo el sonido lejano de las campanas del templo. Cada tañido parecía recordarle lo mismo: que el tiempo avanzaba, aunque para ella no existiera cambio alguno más allá de esas murallas.
Althea era la hija menor del rey Edrian III, un hombre de mirada fría y presencia imponente. Corpulento, con una barba bien cuidada que le llegaba hasta el vientre. Su madre, en cambio, fue una reina bondadosa e ingenua. Murió cuando Althea era apenas una niña.
–No lo olvides, Althea –le había dicho su padre una vez–, que las princesas nacen para servir al reino, no para servirse de él.
En ese entonces no había entendido el significado tras esas palabras, pero a sus 19 años lo comprendió del todo.
Althea creció y se convirtió en todo lo que una princesa debía ser: bella, educada, dócil y obediente. A menudo se comparaba con las otras muchachas del castillo –sirvientas de su misma edad– tan libres en su risa, tan ajenas a las normas. Ellas no estudiaban siete idiomas ni asistían a clases de etiqueta. Althea las observaba con una mezcla de envidia y vergüenza, incapaz de imaginarse riendo con tanta libertad.
Eso la consumía lentamente: un deseo extraño, una chispa de vida que intentaba abrirse paso siempre en los momentos menos oportunos.
A la princesa le gustaba el invierno, sobre todo visto desde su invernadero. Caminaba descalza sobre el mármol húmedo, con las manos manchadas de tierra y el cabello suelto. Le encantaba sentir la tierra entre los dedos. Arrodillada entre las macetas, con la falda recogida y las manos cubiertas de barro, podía ser, por fin, simplemente ella.
El sonido de unos pasos resonó por el pasillo. Era Lirael su dama de compañía, era la única sirvienta con la cual compartían edad, se hicieron amigas con los años, en sus manos sostenía una capa de terciopelo, la sostuvo sobre los hombros de Althea.
–Su Majestad ha ordenado que se prepare, Alteza –anunció con voz suave–. El consejo espera su presencia en el salón principal en dos horas.
–Enseguida –respondió con un nudo en la garganta.
Esa mañana su padre recibiría al emisario del Reino de Veldara, la tierra con la que Lysvalen había firmado una tregua tras décadas de guerra. Y con ello, comenzaban las negociaciones para un matrimonio que sellaría la paz entre ambos reinos.
–Le prepararé su baño. La espero en su alcoba –sin más que decir Lirael se despide.
Althea da un suspiro largo, para luego recoger sus cosas dispuesta a regresar a su dormitorio para cambiarse de vestimenta.
–No deberías estar aquí sin escolta, alteza –dijo una voz firme tras ella. La princesa sonrió sin volverse. Reconocería esa voz en cualquier rincón del mundo.
–Y tú, no deberías vigilar a una princesa que sólo cultiva flores.
El caballero se acercó, el brillo de su armadura reflejando la luz de la mañana. Su porte era impecable, su rostro sereno, pero sus ojos –esos ojos grises– escondían un torbellino que solo ella parecía notar.
–Mi deber es protegerte –respondió, evitando su mirada a lo que Althea rió suavemente–. Incluso de ti misma.
–¿De mí? –preguntó ella, divertida–. ¿Y qué clase de peligro crees que representó?
–El peor de todos –replicó él sin apartar la vista.
Althea lo observó de reojo. Llevaban juntos desde que eran niños; él, el hijo de un noble menor que soñaba con servir al reino; ella, la niña que creció persiguiendo a su sombra por los pasillos del castillo. Entre los dos había risas, secretos… y una barrera invisible que se volvía más alta con los años.
“A veces, cuando lo miro, siento que el aire se vuelve más denso. Que cada palabra que no decimos pesa tanto como una promesa rota.” (Athea princesa de Lysvalen),
–Sigues igual de serio que cuando tenías doce años –bromeó ella, rompiendo el silencio.
–Y tú sigues igual de imprudente –contestó Caeldan con una media sonrisa.
Por un momento, el tiempo pareció detenerse. Althea dio un paso hacia él; podía oler el metal pulido y la menta de su aliento. Si hubiera alargado la mano, tal vez habría rozado su mejilla. Pero entonces, el sonido de pasos apresurados los separó.
Lirael había vuelto por la princesa, la cual se había tardado tanto que logró ponerla nerviosa. Sin despedirse el uno del otro Althea volvió a su alcoba y Caeldan regresó a su puesto de trabajo.
Sin decir palabra, la ayudó a vestirse. El vestido era de un azul pálido, bordado en plata, como el hielo. Cada brocado pesaba tanto que parecía estar diseñado para recordarle su deber. Cuando la doncella terminó de abrochar el último botón, Althea se miró al espejo.
No vio a una mujer, estaba acostumbrada a los vestidos, pero realmente era la primera vez que no se reconocía.
–Lira… –susurró–, ¿crees que una vida puede pertenecer a alguien antes de nacer?
La joven sirvienta la observó por el reflejo.
–Creo que algunas vidas nacen con cadenas invisibles, mi señora –respondió–. Pero no todas permanecen atadas para siempre.
Antes de que Althea pudiera preguntar qué significaba eso, un golpe seco en la puerta las interrumpió. Un soldado entró, inclinándose apenas.
–Su escolta está lista, Alteza.
Althea salió del aposento. El aire del corredor era helado. Y allí, junto a la puerta principal, de pie con la espada al costado y la mirada recta, la esperaba Caelan Darven, capitán de la guardia real.
Su armadura reflejaba la luz de las antorchas, pero eran sus ojos –de un gris tormentoso– los que llamaban la atención. Althea lo había visto muchas veces, pero nunca tan cerca.
Él inclinó la cabeza, sin atreverse a mirarla directamente.