El peso de la corona

Capítulo 2: El precio de la paz.

El príncipe Rowen, uno de sus hermanos, apareció en la entrada. Vestía un uniforme blanco, la mirada severa.

–Padre ha convocado al consejo –dijo, sin preámbulos–. Ha tomado una decisión que cambiará el destino de Lysvalen… y el tuyo, hermana.

Althea frunció el ceño.

–¿Qué decisión?

Rowen respiró hondo, como quien carga con una verdad amarga.

–El rey ha aceptado la propuesta de Veldara. La guerra ha durado demasiado. El acuerdo de paz se sellará con tu matrimonio.

El silencio cayó como una espada. Althea dio un paso hacía atrás, con las manos temblorosas y las piernas sin fuerza. Fue Lirael quien la sostuvo antes de que cayera.

–No… no pueden obligarme a casarme con un desconocido –susurró.

Sabía que ese día llegaría. Había sido educada para ello, moldeada como una ofrenda diplomática. Pero aun así, la idea la hería. Había escuchado rumores sobre el príncipe de Veldara: un hombre cruel, endurecido por la guerra. Y por primera vez, el miedo le caló hasta los huesos.

–No se trata de querer, Althea. Se trata de salvar vidas. Si la alianza se rompe, nuestros pueblos volverán a sangrar.

La princesa buscó los ojos de Caeldan, su guardia, desesperada, buscando en ellos una chispa de rebelión. Pero él se mantenía inmóvil, rígido, con el puño cerrado sobre la empuñadura de su espada.

–Diles que se equivocan –susurró ella–. Diles que no pueden hacerme esto.

Rowen apartó la mirada.

–Mi palabra aún no tiene peso ante la del rey –dijo en voz baja–. Mi deber es obedecer al igual que todos –Rowen tocó el hombro de su hermana con suavidad–. Althea…Padre espera que estés de acuerdo antes del anochecer. No le hagas dudar de ti.

Cuando Rowen se marchó, quedó un silencio espeso. El miedo se deslizó por la estancia como un eco invisible.

Althea cerró los ojos.

–¿Y si huyera? –le susurró– ¿Si dejará mis deberes, el nombre, todo? ¿Vendrías conmigo?

Él se tensó, la voz le tembló apenas.

–Sabes que iría al fin del mundo por ti… si no fuera tu guardia.

Ella sonrió con tristeza.

–Entonces supongo que el fin del mundo tendrá que esperar.

“Aquel día comprendí que el amor y el deber nunca comparten el mismo camino.”

Lirael observó la situación en silencio. Estaba acostumbrada, pero la forma en que su princesa lo miraba le bastaba para callar. Por ella, aunque la torturaran, jamás traicionaría un secreto que manchara la dignidad de su princesa..

Althea hizo un gesto. Caeldan, obediente, abrió las puertas del salón del consejo.

El gran recinto olía a cera y a pergamino. El fuego del brasero crepitaba débilmente. En el fondo, el rey Edrian III estaba sentado tras una mesa cubierta de papeles. A su derecha, el consejero real revisaba documentos; a la izquierda, su hermano Aramis –el mayor–, con el bastón apoyado sobre las rodillas, observaba todo con una expresión entre resignada y cansada –él era el más inteligente de los 3 hermanos–. El resto eran nobles, hombres de guerra, y rostros que ella había visto más de una vez pero cuyos nombres no recordaba.

Comprendía que todos ellos estaban al tanto de la situación. Se sintió pequeña entre tantas personas.

El rey levantó la vista apenas.

–Althea, qué gusto verte –dijo sin calidez, sin apartar la vista de los papeles–. Supongo que ya estás al tanto de la situación. Necesito tu cooperación. Lysvalen requiere de tu compromiso con Veldara.

El rey fija su mirada ahora en el caballero de la princesa.

–Espero que lo que sea que tengas se acabe ya. No puedes manchar la reputación de este reino. Sabes que el reino cuenta contigo, no me falles.

El silencio se volvió insoportable.

Althea buscó los ojos de su hermano Aramis; él parecía tan sorprendido como ella, su gesto decía que al rey le faltaba tacto. Pero Edrian no reparó en ello. Tenía la mirada fija en un mapa del sur, donde la ciudad de Cast –arruinada desde la guerra– seguía siendo una herida abierta del reino.

La mirada de todos estaba sobre ella. Se esperaba que la princesa simplemente aceptara, inclinara la cabeza y se marchara. Pues no es de extrañar que una princesa fuera utilizada como moneda de intercambio. Pero lo que hizo tomó a todos por sorpresa.

–Ese hombre tiene treinta años –dijo Althea, la voz firme pero temblorosa–. Yo apenas tengo diecinueve. Sería su tercera esposa, y no sabemos nada de él más allá de su nombre. Mi hijo, si lo tuviera, jamás sería aceptado. Sería visto como un bastardo, un traidor. Los veldarianos odian nuestra sangre tanto como nosotros la suya… nos llaman sangre sucia –su voz se quebró, pero continuó–. ¿De verdad quieres eso para tu hija?

El rey levantó la mirada por completo. Sus ojos eran fríos como el invierno.

–No creo que lo entiendas, Althea. No se trata de lo que quieras –cada palabra era una daga–. Se trata de tu deber. Eres una princesa de Lysvalen. Todo lo que posees –las joyas, los vestidos, un techo, una sirvienta, un caballero que te protege– no te fue dado por ser mi hija, sino porque perteneces a este reino.

Y este reino te reclama ahora.

La sala entera quedó muda. El rey se levantó con lentitud.

–No espero un “no” por respuesta. No te lo estoy preguntando. Te lo ordeno como tu rey. Y como súbdita de Lysvalen… cumplirás mi voluntad.

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No recuerdo cómo logré salir de aquella sala. No recuerdo qué respondí, ni la vergüenza que sentí. Eran demasiadas miradas sobre mí, silenciosas, inquisitivas. Quizás caminé. Quizás mis pies se movieron por instinto. Recuerdo la mano de Lirael sosteniéndome, pero todo lo demás se desvanece.

El eco de las palabras de mi padre seguía repitiéndose en mi cabeza, como un tintineo cruel: “Este reino te reclama ahora.”

Esas palabras, nunca esperé escucharlas, aunque en el fondo siempre supe que este destino era mío desde el principio. Desde el primer vestido, el primer gesto de reverencia, el primer consejo sobre cómo debía sonreír. Sabía que me casarían con un reino, no con un hombre. Pero aún así, soñé. Soñé con un príncipe de cabellos dorados, ojos azules, piel pálida. Soñé que nuestros hijos tendrían mis rasgos. Pero la realidad nunca soñó conmigo. Ni siquiera he visto un retrato de quien será mi prometido.




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