El castillo de Lysvalen amanecía distinto esa mañana. Las campanas repicaron al alba, no por alarma ni por victoria, sino por un anuncio real. En los corredores, las doncellas cuchicheaban, los cocineros olvidaban la sal en las sopas y los guardias se cuadraban con una rigidez nueva. Se esperaba la llegada de la delegación; todos debían escuchar el mismo discurso que transformaría la vida de la princesa.
Entre el ajetreo y el nerviosismo, Lirael subía apresurada por las escaleras con una bandeja de té que apenas lograba sostener. Conocía el palacio como las líneas de su palma: los pasillos, las escotillas, las puertas que chirriaban, y también los secretos que se susurraban en los corredores. Llegó al castillo con diez años y, desde entonces, había sido la sombra constante de Althea. La acogió una sirvienta, la trató como si fuese su hija, nadie sabía de dónde venía, hablaba el idioma del reino con torpeza apenas perceptible, y esa ligera diferencia la hacía aún más discreta, más misteriosa.
En el piso de la princesa dos mucamas doblaban sábanas, esperando a que Lirael despertara a su señora.
–¿Dónde estabas? –preguntó una de ella–. Llevamos dos horas esperándote.
–Lo siento –respondió Lirael, con una voz demasiado corta para lo que quería decir.
Abrió la puerta y entró. El cuarto mostraba señales de una noche agitada: vestidos sobre el suelo, una silla mal colocada como si alguien se hubiera levantado sin cuidado, deja sobre el escritorio la bandeja de desayuno. Cerca del balcón, un destello: una joya. Lirael apuró la mirada hacia la ventana y vio a Althea acostada en la cama, envuelta en una bata, con la mirada desvelada.
Frente al balcón se veía un brillo, a lo que Lirael pudo darse cuenta de que se trataba de una de las joyas de la princesa. Para luego percatarse que el joyero no estaba en su lugar asustada corre a ver por el balcón.
–No las tiré –Se escuchó una voz.
Lirael cerró las puertas del balcón.
–Lo sé. Solo quería protegerte del viento –dijo, y por un momento su excusa fue más sincera que aquello.
Althea estaba despierta. Había soñado con libertad, con decisiones tomadas por su propia mano. Aquella noche había pensado un plan: irse antes de que llegara la delegación de Veldara. Pero aún no sabía cómo, ni dónde, ni si podría.
No llamaron las doncellas. Una mano desconocida golpeó la puerta: Aramis.
–¿Puedo entrar? –preguntó con la voz mecánica.
–Adelante –respondió Althea, sorprendida por su presencia. La relación entre ellos había sido siempre de saludos cortos y pasos paralelos; no había afecto fácil entre hermanos forjados por deberes distintos.
Aramis cruzó el umbral con su bastón que marcaba el suelo en un ritmo irregular. Su pierna guardaba el recuerdo de la caída: una cicatriz larga, rojiza, desde el muslo hasta bajo la rodilla, y el arrastre lento que ocultaba con orgullo. Su rostro, sereno, no dejaba entrever la rabia que a veces le latía por dentro.
–Acompáñame –dijo, sin explicar–. Quiero mostrarte algo.
Ella se acomodo la bata con manos temblorosas y lo siguió. El castillo parecía un animal dormido, salvo por el rumor lejano de preparativos. Aramis la condujo por pasillos que eran para su sola memoria, hasta detenerse ante un cuadro al que nadie prestaba atención –un caballo blanco, de un autor desconocido– Con un movimiento experto empujó el marco; una puerta oculta cedió y dejó al descubierto una habitación pequeña, polvorienta y llena de objetos que hablaban de una historia que no aparecía en los libros de salón.
Aramis encendió una lámpara y el polvo se transformó en pequeñas constelaciones. Mapas clavados en la pared, nombres tachados en tinta oscura; armaduras melladas, cascos abollados y una bandera deshilachada con el emblema de Lysvalen manchado. En una vitrina, un casco con sangre seca; en una mesa, cartas abiertas que hablaban de rendiciones, traiciones y marchas nocturnas.
–No sabía que existía este lugar –Althea susurró.
–Nadie lo sabe. Ni siquiera padre –Aramis camina despacio, el bastón golpeó el suelo con un sonido hueco.
–¿Y por qué traerme aquí? –Aramis ignoró la pregunta de Athea, siguió recorriendo con la mirada la habitación que en algún minuto fue una habitación del pánico.
–Cuando yo era el heredero –comenzó Aramis, la voz baja, como si el lugar reclamara silencio–, estudié más que leyes y genealogías. Estudié tanto sobre el reino. Encontré esta sala por casualidad: estaba escondida tras los retratos de la sala mayor.
–Yo igual estudie la historia de nuestro reino.
–Si, pero todo lo que estudiaste… está incompleto. Los libros enseñan fechas, nombres, héroes. Pero no cuentan lo que costó cada victoria.
–¿Cuántos murieron? –Althea mira el mapa, estaba sucio, con manchas de lo que parecía ser sangre y otras de lágrimas o sudor.
–Más de los que hubo para enterrar. Lysvalen se sostuvo sobre cenizas, no sobre gloria.
Se acercó a un pergamino y señaló un mapa.
–Mira esto. Aquí, al sur, nació Cast. Allí quedaron aldeas desmembradas por la guerra. Aquí –tocó otra marca–, nuestras tropas quemaron un molino que alimentaba a quinientas personas. ¿Sabes cuánta gente ha muerto desde que la guerra comenzó? Casi nos extinguimos. Murieron los nuestros y los de ellos. Tu bisabuelo dio la orden; una flecha mágica cayó sobre un orfanato, nos habían dicho que estaban enseñando a los niños a pelear.