El peso de la corona

Un lindo recuerdo, ya no es una realidad. 

La madre de Althea le había pedido, hace muchos años a su tío Hernan que pusiera un hechizo al invernadero de su madre, para que en él pudiera cultivar flores todo el año.

Era el único lugar que en invierno generaba calor, tanto como para que crecieran las zinnias, unas flores de colores variados, pétalos similares a una seda, …flores que podían tener una sola capa de pétalos o ser tan tupidas que parecían cúpulas de terciopelo. Eran las favoritas de su madre.

Hernan había sido un hechicero reconocido durante la guerra. Amaba crear armas: una de las más temidas fue una flecha que, disparada una sola vez, se dividía en el aire para impactar tres objetivos distintos. Su energía atravesaba la armadura del enemigo y paralizaba el corazón.

Murió joven, a los cuarenta años, en la torre del inventario. Dicen que pasó tres días encerrado y que, al salir, una de sus propias creaciones explotó. No hallaron su cuerpo, solo el testimonio tembloroso de su sirvienta, que juró haberlo visto arder.

Mientras caminaba entre los surcos del jardín –ahora suyo–, Althea pensó en cómo podría llevar consigo un fragmento de ese lugar. No podía arrancar una hoja y marcharse. Las zinnias eran más que plantas: eran la memoria viva de su madre y la prueba de que, aun en el invierno, algo podía florecer.

Si debía aceptar la alianza, al menos quería llevarse un trozo de ese calor, un símbolo que alguien pudiera tocar y recordar por quién se luchaba.

La pala mordió la tierra con un sonido húmedo. La tierra se pegó a sus uñas; el garrafón colgaba de su brazo, lleno de agua templada que había dejado junto al fuego para no helar las raíces. La brisa correteaba entre los árboles, trayendo olores de leña, cera y jabón. Althea caminó por el invernadero.

El invernadero estaba cubierto por el hechizo que Hernan había dejado: un temblor térmico apenas perceptible, la dulzura en el aire que hacía saltar los capullos a la vida. Las hojas brillaban con un lustre casi artificial, y las zinnias lucían como coronas de terciopelo en filas ordenadas. Althea se detuvo un instante en la puerta, observando el lugar, quería guardar su imagen en su cabeza.

Dentro, cada maceta era un universo; las más viejas tenían nombres escritos en pequeñas placas de cobre. Encontró la que buscaba: una zinnia de cúpula densa, roja como una plegaria. Sus dedos temblaron al rozar la tierra; sintió un latido, una conexión que no sabía nombrar. Al apartar la superficie, halló raíces enmarañadas que se aferraban con firmeza.

Iba a cortar cuando algo la obligó a detenerse: la sensación de que el vidrio no solo guardaba calor sino secretos. Hernan no solo había cuidado en el invernadero del frío y el calor; había dejado trampas, cerraduras arcanas que protegían más que plantas.

¿Y si había algo más en el invernadero que ella aún no había visto?

Metió la pala en la maceta pero, en el borde del cajón donde guardaban la tierra, encontró un pequeño cilindro metálico semienterrado, oxidado por la humedad. Tenía grabado el signo que su madre solía dibujar en el forro de las cartas que su madre en algún momento le escribió: una zinnia estilizada. Lo sacó con cuidado. Era un tubo de notas, tal vez un relicario.

Dentro había una hoja doblada y una pequeña llave de bronce envuelta en tela. La letra era la de Hernan: trazos rápidos, cerrados por la prisa o por la fatiga. “Si alguna vez necesitas de mi ayuda, buscame con esta llave…”. La frase se interrumpió con una mancha oscura que parecía quemadura.

Un frío distinto le recorrió la espalda. Bajando la vista, vio unas losas de piedra al borde del invernadero, casi camufladas por el musgo y la tierra, Althea apartó una y comenzó a cavar poco a poco, descubrió una escalera estrecha que descendía. Por un instante pensó en la torre de Hernan, después de su muerte, el rey cerró la torre y nadie pudo entrar. Si su tío había escondido algo bajo el invernadero.

Apoyó la pala contra la pared y bajó con la llave apretada en el puño. La escalera olía a hierro viejo y aceite; sus pasos reverberaban. Al final del descenso, una puerta de madera bloqueada esperaba, cerrada con un cerrojo extraño, hecho de piezas mecánicas y runas diminutas. La llave encajó con un susurro de engranajes.

La habitación era un laboratorio en miniatura: piezas de artilugios, bocetos de proyectiles que se dividían en el aire, frascos con polvos que centelleaban. Sobre una mesa, protegida por cristal, había una pieza incompleta: una punta de flecha, pequeña, negra en su extremo, con filigranas que recordaban pétalos. A su lado, una nota en la misma letra de Hernan: “No la termines, no es necesario más guerra.”

Althea tocó el vidrio y su reflejo se mezcló con el objeto. Guardó la llave y la nota en el bolsillo, y tomó una pequeña caja de cortezas secas: esquejes preparados por Hernan para transportar plantas. Eran cápsulas de conservación; si funcionaban, permitirían que las zinnias sobrevivieran el traslado sin llamar la atención del servicio.

Cuando subió de nuevo, el calor la golpeó como antes, pero algo había cambiado: ya no era solo el invernadero de su madre, sino la cámara de secretos de un hombre que había jugado con la guerra hasta quemarse a sí mismo. Se preguntó por su madre y su tío, su tío un hombre muy cariñoso, fue el inicio de su familia que le habló de su madre cuando apenas era una niña, le gustaba escuchar las historia de ella cuando era joven, y la forma en que la mirada de él sonreía, él la conoció cuando apenas eran niños, la habían prometido desde niña con su padre, siempre supo que su tío la amaba.




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