El castillo bullía de actividad: cada rincón era un eco del mismo propósito, preparar la partida de la princesa. Althea había perdido la cuenta de los días desde el anuncio de su compromiso. El tiempo se había convertido en una sucesión de despedidas silenciosas: las doncellas empaquetaban cofres con vestidos y joyas, los sirvientes limpiaban los retratos del salón, y los heraldos llevaban mensajes que ella ya no podía leer.
Era como si nada le perteneciera, ni siquiera su propio nombre.
En las primeras horas de la mañana, cuando el castillo aún dormía, Althea solía encontrar refugio en los patios de entrenamiento. A escondidas, el sonido de las espadas le resultaba relajante, casi reconfortante.
Fue en una de esas madrugadas cuando volvió a verlo. Caeldan estaba solo, practicando. Sus movimientos eran precisos, silenciosos, casi rituales; había en él una calma que no se quebraba, una fuerza que imponía respeto.
Althea lo observó desde lso arbustos, envuelta en un manto oscuro. No debería haber estado allí, pero algo la atraía a ese espacio: la disciplina, el peligro… la sensación de estar viva.
Era como mirar una tormenta desde la seguridad de un refugio, sabiendo que tarde o temprano desearía salir bajo la lluvia.
–No sabía que las princesas observaban a sus guardianes –dijo él, sin volverse.
Althea se sobresaltó.
–Y yo no sabía que los guardianes entrenaban antes del amanecer –mintió. Sabía perfectamente que lo hacía. Conocía sus horarios, sus rutinas. Lo observaba desde que era niña; sabía dónde y cuándo estaría. Lo conocía demasiado bien.
Caeldan giró. En sus ojos había un brillo inusual, mezcla de respeto y desafío.
–El amanecer es el único momento en que hay paz.
Ella sonrió apenas.
–Entonces os queda poco tiempo.
El silencio que siguió no fue incómodo, sino denso. Althea dio unos pasos hacia él, midiendo la distancia como si esa línea invisible fuera una frontera que no debía cruzar. Los primeros rayos del sol iluminaron el torso del caballero y el rostro sereno de la princesa. Ninguno habló. Sabían que las palabras podían hacer real lo que aún podía negarse.
–¿Puedo practicar contigo? –preguntó, con una sonrisa leve.
Althea recordaba que, cuando era apenas una adolescente, solía practicar con Caeldan a escondidas de sus hermanos. Le gustaba empuñar la espada, pero más le gustaba verlo a él. Le atraían sus movimientos, la forma en que el sudor recorría su cuello, el peligro que representaba, la cercanía de sus cuerpos. Sabía que se metía en problemas si su padre o sus hermanos la descubrían… y, aun así, lo hacía.
–¿No estás un poco grande para practicar con espadas? –replicó él, con una media sonrisa–. Además, estás con vestido… podría ser incómodo para usted.
–No estoy grande –respondió ella, divertida–. Y si el vestido te molesta… puedo deshacerme de él.
Una sonrisa pícara acompañó el gesto con el que bajó uno de los tirantes de seda, mientras el manto caía al suelo con delicadeza. A Althea le fascinaba verlo perder el control, el hombre que todos creían irrompible ella lograba corromper.
–Sabes que no me gustan esos juegos –murmuró él, intentando no mirar.
–Te has vuelto aburrido –dijo ella, avanzando un paso más–. ¿Recuerdas cuando éramos adolescentes…?
Entonces, una voz interrumpió el instante.
–Mi señora, el rey le espera en el salón de consejo –dijo Lira, apareciendo al fondo del patio con una capa en los brazos.
La magia del momento se rompió.
Althea se giró, tomó el manto con manos temblorosas. Sabía que Lirael nunca diría nada, pero siempre la sorprendía verla aparecer justo en los momentos en que más temía ser descubierta.
–Gracias, Lira –dijo, con voz suave, mirando por última vez a Caeldan.
Él bajó la cabeza, avergonzado por la situación, incapaz de sostener su mirada. Luego volvió a tomar la espada y, en silencio, se retiró hacia sus aposentos.
Ese día, durante el consejo, el rey dictó las órdenes finales del viaje. Los regalos nupciales estaban listos, el séquito definido, las rutas trazadas con precisión militar. La princesa Althea de Lysvalen partiría en dos semanas.
...Parte de nuestra adolescencia...
Avancé por los pasillos del castillo con pasos lentos, intentando que el sonido de mis botas sobre la piedra ahogara el torbellino que tenía en la cabeza. Cuando llegué a mis aposentos, cerré la puerta tras de mí y apoyé la espalda contra ella. El silencio me envolvió, espeso, casi irrespirable.
Me desabroché la camisa con lentitud; cada botón era un intento inútil de librarme del peso de lo que sentía.
La veía todavía. Althea, con el tirante de seda cayendo sobre su hombro, con esa sonrisa que parecía un desafío. Tan distinta de la niña que yo recordaba… y, a la vez, exactamente la misma.
Me senté en el borde de la cama y me cubrí el rostro con las manos. Su voz me volvió, clara como si aún estuviera frente a mí.
“¿Recuerdas cuando éramos adolescentes…?”