La reunión con el rey debía ser breve. O eso esperaba Rowen. Hablar con su padre le agotaba incluso antes de empezar. Sin embargo, no podía evitarlo. Había un motivo más profundo que la obediencia o el deber. Lo hacía por ella.
Por su madre.
Rowen había hecho una promesa cuando aún era apenas un adolescente,“Cuidarás de tu hermana, pase lo que pase”, es lo que le prometió a su madre nadie lo sabía. Era un juramento secreto entre madre e hijo. A veces deseaba olvidarlo, fingir que no existía, después de todo nadie sabría que no cumplió su promesa, pero la voz de su madre seguía viva en su memoria, suave, firme, imposible de ignorar. Cada vez que la recordaba, un sentimiento de culpa le apretaba el pecho, porque en el fondo de su corazón deseaba olvidarlo todo.
Aún sentado en su escritorio, jugueteaba con una pluma estilográfica de color negro con bordes dorados. Era un obsequio de su padre al cumplir la mayoría de edad, el mismo instrumento que había pasado de generación en generación según la tradición de Lysvalen.
“Solo el futuro rey puede portarla”
Se decía que aquel que portara la pluma sería un rey benevolente, digno y majestuoso; que si la tinta se negaba a correr por su punta, era porque las manos que la sostenían no estaban hechas para gobernar. Era una historia que los tutores contaban a los jóvenes príncipes para infundirles respeto por la corona. Pero Rowen sabía la verdad: no era más que una pluma sellada con magia de conservación, en la pluma no había valor alguno. Un mito convenientemente hermoso para ocultar que el poder, en realidad, se sostenía con una fe invisible.
Aun así, la giraba entre sus dedos, una y otra vez, le incomodaba pensar que había pertenecido antes a su hermano. Todo lo que poseía, todo lo que vestía o firmaba, parecía tener la sombra de él. Su hermano había sido el heredero legítimo, el orgullo de su padre, el reflejo perfecto del linaje Lysvalen. Rowen, en cambio, se sentía como una nota fuera de tono. Y aunque su padre no lo dijera, él lo sabía, nunca le llegaría a los talones a su hermano mayor.
Se levantó con un suspiro y caminó hacia la estantería. Dejó la pluma con cuidado sobre el escritorio, como si temiera que el mero contacto prolongado lo delatara como un impostor. De entre los libros, tomó un ejemplar antiguo: Crónicas de los Reinos del Norte. Aún conservaba la dedicatoria infantil escrita con tinta marrón. “Para el mejor hermano del mundo.”
Era irónico. Aquel libro se lo había regalado él mismo a su hermano mayor cuando eran niños.
Fue una tarde fría, poco después de su clase de Historia del Derecho. Al subir al piso superior del castillo, lo vio: su padre salía de la habitación de su hermano con el rostro severo, el ceño fruncido, los pasos pesados. En el umbral, justo cuando Edrian III desaparecía por el pasillo, un objeto salió volando desde el interior: el libro. El mismo que ahora tenía en las manos.
Lo había lanzado su hermano.
El golpe contra la piedra resonó como un trueno en el silencio. Rowen, confundido, se apresuró a recogerlo, pero cuando levantó la vista, encontró una mirada que jamás olvidaría. Era odio, puro y ardiente, como si aquel libro, aquel gesto inocente de cariño fraternal, se hubiera transformado en veneno.
No entendió el porqué hasta que su padre lo llamó a su despacho esa misma noche. Ahí lo supo.
El peso del futuro, la corona, y todas las cadenas invisibles que lo acompañaban habían caído sobre sus hombros. Desde entonces, el libro fue más una herida que un recuerdo. Era la prueba muda de una traición que él no había cometido, pero por la cual pagaba cada día. Su hermano nunca volvió a dirigirle la palabra, incluso estando frente a frente.
Rowen cerró el libro con un leve golpe y soltó un suspiró.
Tenía que reunirse con el rey.
Cruzó el salón con paso decidido. El eco de sus botas resonó en el mármol, acompañado por el murmullo distante de los criados. En cada pared colgaban retratos de los antiguos monarcas de Lysvalen, figuras imponentes que lo observaban desde la eternidad. Todos ellos tenían la misma mirada: firme, inflexible, segura de su propósito. Rowen apartó la vista. No soportaba la comparación.
Al llegar a las puertas del estudio del rey, el guardia de turno –un hombre de rostro serio– hizo una leve inclinación.
–Su majestad lo espera, alteza --. Rowen asintió con un gesto casi imperceptible.
El guardia golpeó dos veces la puerta de madera reforzada con hierro. Desde dentro, una voz respondió brevemente. Un secretario salió con prisa, cargado de documentos, el rostro pálido de cansancio. Saludó al príncipe con una reverencia rápida.
–Su majestad lo recibirá en breve.
Mientras esperaba, Rowen se permitió observar la antesala. Una chimenea encendida mantenía el ambiente cálido. Sobre una mesa baja descansaban varias tazas a medio beber. Los consejeros murmuraban entre sí, revisando pergaminos con aire preocupado. Todo el lugar olía a papel viejo y a té amargo.
El secretario reapareció.
–El rey lo espera, mi señor.
Rowen asintió y avanzó hacia la puerta del fondo, mientras abría la puerta, pudo distinguir que el despacho del rey era un completo caos. Los papeles cubrían el suelo, las paredes estaban llenas de mapas con alfileres y líneas cruzadas. La mesa principal estaba repleta de sellos, cartas abiertas, instrumentos de escritura, y un vaso con vino medio lleno.