El sol apenas se asomaba por las ventanas del pequeño departamento, un rayo tímido que se filtraba a través de las cortinas raídas, tiñendo de un naranja pálido las paredes agrietadas por años de humedad. El aroma del café comenzó a llenar el aire, un perfume amargo y reconfortante que se enredaba en cada rincón como un viejo amigo que se niega a irse. Mariana se levantó antes de que el despertador sonara, como cada mañana desde hacía una década. Sus pies descalzos tocaron el piso frío de baldosas irregulares, y un escalofrío le recorrió las piernas, recordándole que el invierno en la ciudad no perdonaba ni a los más tempraneros.
Tenía ese hábito arraigado desde la secundaria, cuando la vida la obligó a madurar de golpe. Empezó a acompañar a su padre en las rutas del taxi para ayudar con los gastos familiares, un sacrificio que parecía temporal entonces, pero que se había convertido en el eje de su existencia. El departamento era modesto, enclavado en un barrio obrero donde las casas se apiñaban como pasajeros en hora pico, y el ruido distante de los camiones madrugadores ya empezaba a filtrarse por las rendijas. Mariana se frotó los ojos, aún pesados de sueño, y se miró en el espejo empañado del baño. Su reflejo le devolvía una mujer de veintiocho años con ojeras que delataban noches interrumpidas por preocupaciones, pero con una mandíbula firme que hablaba de resiliencia.
En la cocina, Don Julio ya estaba allí, encorvado sobre la mesa de formica amarillenta, revisando con paciencia los billetes arrugados del día anterior. Sus manos, callosas por décadas al volante, separaban los billetes con cuidado, como si cada uno contara una historia de la ciudad: un pasajero generoso aquí, una propina escasa allá. El hombre, de cincuenta y ocho años, tenía el cabello grisáceo revuelto y una camisa desabotonada que dejaba ver el cuello surcado de arrugas. No levantó la vista cuando ella entró, pero su sonrisa, esa curva sutil en los labios, delataba el orgullo que sentía por su hija, la única que había terminado la universidad en una familia de choferes y costureras.
—Buenos días, hija —dijo con voz ronca, el eco de un resfriado viejo que nunca se iba del todo.
—Buenos días, papá. ¿Dormiste algo anoche? —preguntó Mariana, acercándose a la estufa donde la cafetera borboteaba como un río subterráneo. Sirvió dos tazas, el vapor ascendiendo en espirales que olían a granos tostados en mercados lejanos.
—Lo justo —contestó él, sirviéndose el primer sorbo de café con un suspiro que parecía llevar el peso de mil turnos—. Anoche recogí a un grupo de oficinistas que venían de una fiesta; charlaban sin parar sobre sus bonos y vacaciones. Me dieron para el taxi, pero nada más. Hoy hay que aprovechar el turno temprano, antes de que el tráfico se vuelva una locura en el centro.
Mariana asintió, amarrándose el cabello con una liga gastada que se rompía cada dos por tres. Se sentó frente a él, sorbiendo su café negro, sin azúcar, como le gustaba desde niña. Desde que perdió su empleo como maestra de primaria hacía seis meses —un recorte presupuestario que barrió con docenas de puestos—, había aprendido a administrar los días con precisión quirúrgica. Cada centavo contaba: el alquiler del departamento, la gasolina para el taxi viejo de Don Julio, la comida que estiraba con arroz y frijoles. Su título de pedagoga colgaba en la pared del cuarto, enmarcado en madera barata, un recordatorio agridulce de todo lo que había logrado con becas y noches en vela... y todo lo que se le había escapado entre los dedos como arena. Recordaba la ceremonia de graduación, el abrazo de su padre en el auditorio abarrotado, sus ojos brillando con lágrimas contenidas. "Eres la luz de esta familia, Mari", le había dicho entonces. Ahora, esa luz parpadeaba en la penumbra de la rutina.
La cocina era el corazón del departamento, un espacio angosto con una ventana que daba a un callejón donde los gatos callejeros maullaban al amanecer. Sobre la mesa, además de los billetes, había un calendario viejo marcado con cruces rojas: fechas de pagos, turnos del taxi, y un círculo alrededor del cumpleaños de Estela, su madre, que nadie mencionaba, pero todos recordaban. Mariana sintió un nudo en el estómago al pensarlo. ¿Cuánto tiempo más podría sostener esto? Ayudar a su padre era su deber, pero cada día que pasaba sin una clase, sin niños riendo a su alrededor, sentía que una parte de ella se desvanecía.
Mientras terminaban el café, Don Julio se levantó con un gemido, ajustándose el cinturón. El taxi esperaba abajo, un sedán blanco de los noventa con abolladuras que contaban historias de choques menores y paradas bruscas. Mariana lo siguió hasta la puerta, el aire fresco de la madrugada golpeándolos como una bienvenida fría. Encendió el motor con una llave que giraba a la tercera, y el rugido ronco llenó el callejón, ahuyentando a los pájaros que picoteaban en los basureros.
Ella se subió al asiento del copiloto, observando las luces que aún titilaban en la ciudad medio dormida. Las avenidas se extendían como venas de neón, con semáforos parpadeando en rojo y verde, y el humo de los escapes ya empezaba a empañar el horizonte. Había cansancio en sus ojos, un velo gris que no se quitaba con café, pero también una fuerza silenciosa, forjada en las madrugadas como esta. Recordó una noche similar, años atrás, cuando un pasajero ebrio le había gritado improperios desde el asiento trasero, y su padre la había protegido con una calma que ahora admiraba. "La ciudad te mastica si la dejas", le había dicho después. Ella no lo permitiría.
—Papá, hoy iré a dejar solicitudes otra vez —dijo Mariana, mirando el horizonte donde el sol empezaba a trepar, tiñendo los edificios de un dorado prometedor—. Hay un instituto en el centro que busca asistentes; quizás esta vez.
Don Julio giró el volante con manos expertas, navegando por calles aún vacías. —Tarde o temprano, alguien va a notar tu talento —respondió él con voz firme, sin apartar la vista de la carretera—. No todos se venden, hija. Lo tuyo vale más que estos billetes arrugados. Recuerda cuando enseñabas a los niños del barrio a leer en el parque; sus caritas... eso no se compra.