El Pistolero

El viejo oeste

     Las tierras del viejo oeste son áridas y duras, así como los habitantes de Blackwater, un pueblo lejano que se ha erguido sobre la sangre de inocentes y por disparos de bandoleros. Miren a todos esos pueblerinos. Todos caminando, pero sin saber a dónde. Peleando unos con otros habiendo olvidado ya el por qué. Los justos pagan con su vida, los ladrones piden justicia y los ricos rebuscan en los bolsillos de los pobres. Te diré quién juzga a este pueblo, su nombre es Revolver. Balas ocupan los asientos del jurado y nadie escapa de su juicio cuando llega el momento. Cantinero, sírvame otro tequila que las penas no se ahogarán sin una buena razón.

 

     La cueva de los bandoleros se ubica a cinco kilómetros de Blackwater y es conocida por ser el escondite y refugio de la banda de criminales más peligrosa de la zona. Su líder es Christopher “Toro bonito” Vaughan. Un asesino a sueldo, ladrón y sociópata, y hoy les llegó el día a los que perturban sin descanso la paz del viejo oeste. Puede que también haya llegado mi hora, eso aún no lo sabemos, pero entraré a la cueva de los bandoleros y acabaré con Toro bonito y su banda.

 

     La entrada a la cueva de los bandoleros parecía la boca abierta en expresión de agonía de una calavera con su mentón sumergido bajo tierra. El polvo del desierto arremetía contra mí y el sol de mediodía ardía como el mismo infierno, pero aun así encendí un cigarrillo. Como una señal de mal presagio, una cascabel surgió de entre la oscuridad desde la gran boca del atormentado cráneo de roca; se arrastraba sin fuerzas, por completo sedienta, sin importarle en lo absoluto mi presencia. Pasó entre mis piernas zigzagueando y continuó colina abajo sin detener el característico sonar de su cola. 

 

      Hay una vieja canción que visitó mi memoria en ese segundo antes de adentrarme en la gran cueva. La melodía más inoportuna de todas: “Corre, corre hijo mío y vuelve pronto a casa, que afuera ya anocheció y se escondió el sol. Vuelve, vuelve a los brazos de tu madre hijo mío y ninguna fiera del campo te hará daño”.  Inhalé una vez más y extinguí el cigarrillo bajo mi bota, cargué mi arma, ajusté mi sombrero y crucé la cortina de negrura. No sé cuántas veces he sentido latir mi corazón de la forma como lo sentí a continuación. El pulso se acelera, la vista se agudiza, la mano está lista para acudir en busca de su amiga enfundada a la diestra. Es extrañamente satisfactorio, ninguna otra cosa me hace sentir así como entrar a la guarida del león, sólo y acorralado, porque siempre ha sido solo, yo y amada, mi fiel arma.

 

    Para mi sorpresa dentro se hallaban más personas de las que imaginaba. Unos jugaban cartas, apostando botas de cuero y fotografías de bellas damas; otros bebían y bailaban felices mientras un hombre viejo, sucio, con una gran barba gris tocaba una guitarra. La cueva se extendía muy al fondo, iluminada por numerosas antorchas. Ninguno se preocupaba por esconder su identidad, se encontraban en su lugar, su propio territorio, allí se ejercían sus leyes y su jurisdicción. Mi alma sangraba, estaba herida, pero nadie debía notarlo. Hay quienes huelen el temor y el dolor.

 

      Los vaqueros y forasteros disfrutaban de sus tragos y su ocio sin su bandana ocultándoles el rostro de la soberanía ejercida por la comisaría. Recibía saludos de cortesía cada vez que alguien pasaba a mi lado, no por gusto a la amabilidad sino por creían que era su hermano en el crimen, en la vida de fugitivos. Ni en el poblado más respetable he sido recibido con tal acogedora bienvenida. Un forajido, muy alto y grueso, con un fino cinturón de piel de serpiente me puso una botella en la mano al pasar junto a mí y luego me dio una palmada amistosa en la espalda para sellar el pacto de hermanos fuera de la ley. Todos guardaban tres cosas en común: barbas largas y sucias, rostros descubiertos y relajados, y en gran manera armados. Tras adentrarme más y más, sentado en una especie de trono hecho por huesos de animales, con una escopeta sobre sus piernas cruzadas, ahí estaba: Toro bonito.

 

     Vestía una gabardina negra al igual que sus botas. Reía mientras contaba monedas de oro y bromeaba con sus compañeros. Toda la parte superior de su dentadura estaba compuesta de dientes de oro y le encantaba exhibirla con largas carcajadas.

 

一¡Toro! 一Grité al detenerme a varios metros delante de él.

 

     En ese instante en toda la cueva dejaron de resonar risas; el constante murmullo se apagó y hasta los que dormitaban en rincones se pusieron en pie avispados. Toro no borró la sonrisa de su rostro.

 

一¿Eh? 一exclamó con un gesto de burla. Era el único que no me apuñalaba con ojos feroces, su jovialidad producía un eco que se extendía en todo el lugar 一¿Eres… eres tú el legendario pistolero? 一se puso de pie lentamente examinándome de pies a cabeza一. Tienes agallas al venir aquí.

 

一Pensé que no me recordarías.

 

一Cómo olvidar los gritos de tu mujer e hija al prender en llamas esa casucha tuya一. Todos estallaron en risas y carcajadas 一¿Y dónde estaba nuestro gran héroe? Persiguiendo a bandidos y forajidos dejando desprotegida a su familia 一. Levantó sus brazos invitando a todos a unirse a su jolgorio. 

 

     Rápidamente desenfundé mi arma y le apunté entre los ojos. Como si se produjese en forma automática, todos sacaron sus pistolas y escopetas apuntándome a la cara. Toro tenía una larga lista de víctimas en sus manos, entre ellas se encontraban un gran número de sheriffs que intentaron imponer la justicia a su banda y a sus crímenes. Toro acabó con todos ellos, nadie ha podido siquiera tocar a uno de los suyos.



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En el texto hay: relato corto, romance, venganza

Editado: 06.11.2020

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